Superposición del sitio

Las malas tardes

Para explicar que en el orden humano la excelencia sólo se valora adecuadamente en razón a la abundancia de lo torpe y de lo malo, decía Ortega y Gasset en un lugar de su ensayo sobre la caza: “Quien no ha visto una buena corrida de toros no puede entender lo que son las mediocres y las pésimas. Porque las malas corridas, que son casi todas, existen sólo a expensas de la buena, que es tan insólita”. Don José exagera, aunque no demasiado. “Casi todas” no son malas, pero es cierto que muchas lo son, bastantes más de lo que quisiera el aficionado, que lo sabe y lo tolera. En el Prólogo a su Historia del toreo, hace poco reeditada, se refería con resignación Néstor Luján a “esta imperiosa obligación de aficionado que es asistir a las buenas, a las malas y a las fatales fiestas de toros”. Eso es algo asentado, y también asumido, por los aficionados. Y esa “imperiosa obligación” de aguantar las malas corridas se fundamenta en una base de sensatez y de realismo, que sin embargo convive son la candorosa e ilusionada espera: “Va, que no hay quinto malo”, “Venga, que el último toro nos salva la corrida”, se anima a sí mismo el aficionado cuando las esperanzas menguan. Pero perfectamente sabe que no se puede ser “sublime sin interrupción” como pretendía el poeta, y que no puede darse todos los días algo tan milagroso como convertir en arte el enfrentamiento con la bestia o dominarla a voluntad con un trapo rojo. 

Pero lo más perturbador es que ese mismo dominio puede acabar insensibilizando a los aficionados, como ya constataban los cronistas de antaño sobre la tauromaquia sobrada de Joselito, al decir -así lo hacía el que firmaba en La Lidia el 23 de abril de 1917- que el público se estaba “acostumbrando a esa facilidad hasta llegar a no concederle ninguna importancia, e incluso aburrirle”. Porque el aburrimiento está siempre acechando como un triste fantasma en la plaza de toros, y es curioso ver que “aburrir”, “aburrimiento” y “aburrido” son un verbo, un sustantivo y un adjetivo que comparecen y han comparecido con enorme frecuencia en las crónicas taurinas. Tan es así que esa sensación se ha tomado a veces como piedra de toque para calibrar los límites de resistencia de nuestro organismo: así lo decía Antonio Lorca en aquella crónica de la Feria de Abril para el diario El País (8 de mayo de 2014) en la que proponía que fuera “materia de estudio cómo un cuerpo humano es capaz de aguantar casi dos horas y media de aburrimiento profundo”. 

Se dice que siempre hay detalles en una corrida –un quite, un puyazo, un capotazo de un subalterno-  que son dignos de ser observados y que un buen aficionado siempre puede ver algo que atraiga su atención. Pero eso no basta para salvar el hastío de esas tardes malas de solemnidad, cuando, sentado estoicamente en la grada incómoda o en la dura piedra y expuesto tal vez a las inclemencias del tiempo o del vecino de al lado, el espectador ve que salen, uno tras otro, animales flojos y descastados y toreros mediocres o bajos de forma o de inspiración. Entonces acuden, por añadidura, pensamientos negros a la cabeza del taurófilo. Seguramente eso no ocurría antes, pero en tiempos como los actuales donde tanto se cuestiona la tauromaquia y el eco de sus manifestaciones sufre el embate de la “cancelación”, el interés y la afición ya no se inoculan por los medios masivos o por la propaganda, sino mediante la eventualidad de presenciar in situ el propio espectáculo; por ello el aficionado, en la misma medida en que se ilusiona pensando que quienes van a la plaza por primera vez a ver una corrida, si ésta es exitosa quedan hechizados para siempre por la tauromaquia, piensa con desolación que si esos primerizos se dan de bruces con una pésima tarde ya no volverán nunca más a los toros. 

Y es que en el espectáculo taurino todo es cuestión de energías. La electrizante que en las buenas corridas sube del albero a los tendidos y los une y transfigura en una ola de entusiasmo, se convierte en una pesada nube de tedio y aburrimiento, que mata hasta la sombra de toda emoción (aunque no su añorado recuerdo). Porque el aficionado vive de la emoción. “El caso es que se pongan en pie”, decía Rafael el Gallo refiriéndose a los espectadores cuando le preguntaban por el secreto del arte de la tauromaquia. Cuando no hay emoción, no hay nada. Pues en la tauromaquia lo que se opone al aburrimiento es la emoción, no la diversión. No comparto la idea -por más que se diga proverbialmente- de que los toros son una “fiesta” (y toda fiesta es para “divertirse”). Creo que la expresión “la fiesta de los toros” se ajusta más a la tauromaquia popular que a las corridas de toros propiamente dichas. Estoy en esto con Antonio Machado que decía, por boca de Juan de Mairena, que los toros son “un espectáculo demasiado serio para diversión” y lo consideraba más bien como un “holocausto a un dios desconocido”. Pero desde luego ese rito, ese holocausto, es en ocasiones un manantial de emociones.

El recuerdo de esa emoción y la voluntad de volver a sentirla es lo que convierte al aficionado en un ser recalcitrante, inasequible al desaliento y a la deserción, que obra más a impulsos  del deseo que con la cabeza. Confesaba uno de los filósofos más leídos de los últimos años, el francés Alain Finkielkraut que –venciendo le aprensión que desde siempre le había producido el espectáculo taurino- acudió a los toros invitado en septiembre de 2012 con ocasión del encierro de José Tomás en el coso de Nimes. Quedó absolutamente deslumbrado. “Luego me dijeron (la confesión la recoge Yannis Ezziadi en su reciente libro Minotauros) que lo que había visto era excepcional, que era la corrida del siglo. Y esa es una de las razones por las que no quise ver más corridas después”. Es desde luego una opción muy sensata, muy racional, la del filósofo francés, del todo adecuada para un pensador. Pero no para un aficionado, ni siquiera para un pensador que sea aficionado. Porque la misma afición le hace a éste volver a la plaza para ilusionarse de nuevo.

Incombustible, impenitente, el taurino confía siempre en la epifanía de la gran faena, o cuando menos en la aparición del destello, del pellizco, del duende, en sus dos posibles manifestaciones: el pase perfecto, platónico, eternamente esperado, visto o imaginado en los grandes maestros; o bien lo imprevisto, lo sorprendente, la variante espontánea y genial, fruto de la inspiración. Y a veces sucede. Todavía recuerdo una media verónica de Morante en un inesperado “quite del perdón” al último toro de una corrida horrorosa en la plaza de la Malagueta. Reviví después el lance en fervor compartido con un aficionado que estaba cenando en la mesa contigua en un restaurante próximo a la plaza. Ambos nos hicimos colegas íntimos por un breve rato y ambos concluimos que esa primorosa “media” morantina había bastado para hacer memorable aquella tarde aburridísima.

JAVIER GARCÍA GIBERT

Publicado en Avance Taurino, nº 247, 4 de Marzo de 2005, págs. 16-19