Superposición del sitio

Tengo la impresión desagradable de vivir en un tiempo que no es el mío, y lo cierto es que nada de esta era digital que ha dado comienzo en el siglo XXI logra interesarme. La tradición cultural en la que con pasión milito y su trato asiduo mediante la lectura son hoy fenómenos extraños, anacrónicos, y totalmente alejados de la práctica del mundo y -lo que es más grave- de sus ideales (si es que los tiene). El viaje a culturas distantes y distintas, que certificaban que el planeta es ancho y ajeno, era otra de las buscadas emociones de mi vida: hoy ese viaje ha pasado a la historia con la universalización de las redes informáticas y el imperio absoluto de la telefonía móvil, símbolo máximo de la esclavitud moderna. ¿Cómo creer que un saddhu indio o un mursi etíope tienen algo insólito que decirte cuando escuchas de pronto el timbre de una llamada en su faltriquera? Y el paso del tiempo, para rematarlo todo, sigue su curso, mitigando el torbellino de la sangre y cancelando la capacidad de seducción.

Todo ello ha acabado por proporcionarme una visión melancólica de la existencia, que, en ocasiones, lo reconozco, se escora con peligro hacia la misantropía. Pero huyo de la morbosa complacencia en la queja, que es la antesala del resentimiento, algo que aborrezco en lo más íntimo, porque es la munición con que la demagogia logra la destrucción de los espíritus. Halagar  los oídos sensibleros del pueblo y excitar bajamente sus malsanas pasiones no es, desde luego, la mejor manera de afianzar su nobleza y espolear su virtud. No hace falta que diga el desprecio que siento por los que viven de eso, desde los políticos hasta los “comunicadores”, agentes muchos de ellos de la monserga victimista y del castrante pensamiento de lo políticamente correcto.

     Pero vayamos a lo bueno, a lo positivo. Amo la sabiduría de la tradición humanística y, siguiendo al maestro Menéndez Pelayo, me considero un “ciudadano libre de la República de las Letras”. Pienso, con Fray Luis de León, que escribir es “negocio de particular juicio” y admiro la capacidad de la gran literatura para representar de óptima manera la magnitud de la excelencia y de la miseria humanas. Temo al Cielo y al Infierno y me instalo con gusto en el Purgatorio, lugar de esperanza y expiación y, como sugiere Dante en su Divina Comedia, espacio del Arte y de la Literatura. Considero que la mirada sobre este mundo ha de equilibrar cervantinamente la piedad y la ironía, y tengo un sentido trágico -pero no dramático ni pesimista- de la existencia. Creo en la dignidad del libre albedrío, en la capacidad del individuo para forjar su destino, pero creo también en la contundencia, a menudo cruel, de ese destino. Me adhiero con pasión a esos versos de Rilke: “¡Qué pequeño es aquello contra lo que luchamos!; / lo que contra nosotros lucha, ¡qué grande es!”.