La tauromaquia siempre ha sido cuestionada, y eso no puede sorprendernos: ofrece un espectáculo extremo, radical, atávico, que enfrenta al hombre con la hermosa (pero inconsciente) fiera y lo hace demostrando la superioridad de lo humano en un ejercicio que es capaz de revestir, para quien sepa verlos, atributos éticos y estéticos considerables. Ahora bien, la extremosidad del hecho, que incorpora elementos míticos, primigenios y sacrificiales, provoca hoy más que nunca un rechazo nuevo, que no se fundamenta, como hace siglos, en un argumentario de razones humanistas, que tenían por tanto que ver con el “hombre” y con los peligros físicos o de cualquier otra índole que podía reportarle ese espectáculo, sino en factores sentimentales que proceden del animalismo y que tienen su caldo de cultivo en una sociedad entregada a un mundo artificial, cada vez más alejado de las realidades primeras y últimas de las cosas.
El toreo es en ese sentido una bocanada de realidad verdadera (sobre la muerte, sobre el valor, sobre la dignidad, sobre la tradición, sobre el inefable hechizo del arte) y en ese sentido –y hoy más que nunca- puede ser apreciado. Angélica Liddell, la más estimulante e internacional de nuestras dramaturgas, lo ha expresado de este modo: “Hoy por hoy, en el seno de una sociedad esterilizada, higienizada, puritana, donde la igualdad se confunde con lo uniforme hasta consolidar la mediocridad y el infantilismo donde chapoteamos, inmovilizados por las arenas movedizas del prohibicionismo, la tauromaquia agonizante (…), como toda expresión trágica, se eleva en mitad del páramo (…) como un canto de esplendorosa subversión, libre.”
No cabe duda de que estas apelaciones de carácter pulsional hacia la tauromaquia responden a necesidades hondas y universales de autenticidad psicológica y espiritual, pero también se asientan sobre razones culturales que la sitúan en un Occidente de tradición humanista. Las corridas de toros serían, por ejemplo, inimaginables dentro del pensamiento reencarnatorio oriental, donde la vivencia del “yo” y la idea de la muerte son tan distintas, pero son muy posibles dentro de una concepción antropológica que nos habla del privilegio de la condición humana, de la dignidad que pueden alcanzar los individuos con su libre albedrío y del abismo que nos separa del resto de las criaturas, meras esclavas de sus instintos. Ahora bien, para que la eventualidad de algo como la tauromaquia se materializase tuvo que existir, dentro de Occidente, una cultura más específica que la hiciera posible –y no sólo posible, sino explicable y comprensible-, y esa cultura tuvo su asiento en la tradición hispánica.
El toro fue y es en España un “animal cultural”: desde los cultos táuricos iberos (habituales en las antiguas sociedades mediterráneas) hasta las prácticas y ejercicios taurinos, atestiguados documental y artísticamente en España –y en el sur de Francia- a lo largo de la baja Edad Media, hay un largo camino que cristalizó solamente en la península ibérica –“la piel de toro”, como ya decía premonitoriamente el viejo Estrabón-, dando lugar a una tauromaquia aristocrática a caballo y otra pedestre y popular. El toro era el tótem admirado de estos espectáculos, pero los hombres que se enfrentaban a él adquirían de inmediato una cualidad heroica con un fuerte componente nacional identitario (no en vano se afirmaba que el Cid había sido un gran alanceador de toros a caballo). Pero lo taurino empezó a impregnar no sólo el imaginario heroico sino también el mundo cotidiano y emocional de los españoles. Era una tradición ya naturalizada (y muy pronto exportada con la misma naturalidad al otro lado del Atlántico). Como decía Felipe II en carta dirigida al Vaticano en 1586 para defender la tauromaquia ante las eventuales prohibiciones del Papado, las corridas de toros eran “una costumbre tan antigua que parecía estar en la sangre de los españoles, que no podían privarse de ella sin gran violencia”.
Bien lo advertimos si damos un paseo por la literatura española de los Siglos de Oro, desde La Celestina hasta Calderón de la Barca: el toro y lo taurino comparecen por doquier, donde menos se espera, en referencias directas, en alusiones, en metáforas, en fraseología. Esto se hace aún más relevante en el siglo XVII, cuando la tauromaquia cortesana a caballo va a convertirse –junto con el teatro- en el gran espectáculo de masas de la época. Es el siglo del Barroco, que en España fue mucho más que un estilo o un período artístico en la historia cultural: fue el período de máximo despliegue de energías creadoras en el que el país adquiere definitivamente su personalidad como nación. Y es también el marco para la eclosión definitiva del fenómeno taurino, que surgió de sus propias entrañas. La España barroca, trágica y festiva, cruda y delicada, ascética y fastuosa, amante del juego y los desafíos, enamorada de la vida y obsesionada por la muerte fue, en efecto, la madre legítima y necesaria de la tauromaquia, y no sólo –y esto es lo importante- de las tauromaquias caballeresca y popular de la época, sino de la nueva tauromaquia que surge en el XVIII, e incluso de la moderna que llega a nuestros días.
A nadie, ciertamente, pueden escapársele las similitudes expresivas y emocionales entre la tauromaquia y lo que entendemos como escenificación “barroca”: la sensorialidad colorista, la solemnidad ceremonial, la representación del contraste, la dramática vivencia de lo efímero, la presencia permanente de la muerte… Pero hay algo que va más allá de estos rasgos barrocos tan reconocibles. Pues ¿no encarna también la figura del torero los modelos literarios y vitales arquetípicos de la España de la época: la anacrónica y valiente locura quijotesca, el instinto de supervivencia del pícaro, el ansia de gloria y riqueza del descubridor, la donosura del “burlador” donjuanesco o el arrobo sublime del místico (tan presente en la tauromaquia desde Belmonte)?
Todos estos estímulos y figuraciones pueden percibirse en la nueva tauromaquia a pie dieciochesca, que vuelve sus ojos a las esencias hispánicas del siglo anterior, como reacción al “ilustrado” pragmatismo foráneo de las clases burguesas (auspiciado por el absolutismo censor de los Borbones). Y esa innovadora revolución taurómaca del siglo XVIII se fundará, por añadidura, en la singular simbiosis interestamental que había caracterizado a la cultura hispánica barroca, merced a la cual la aristocracia estimabalas energías creadoras y artísticas del pueblo y el pueblo, a su vez, asumía principios y modales aristocratizantes. Lo mismo sucedió en el nacimiento de la tauromaquia moderna: el aristócrata dejó de protagonizar el espectáculo taurino, pero siguió colaborando decisivamente en él, dedicándose a criar toros de lidia y asistiendo a las corridas como espectador entusiasta; y el torero será un hombre del pueblo, un plebeyo, que, para ejecutar su desempeño taurino, porta una espada (atributo privativo de los nobles), se viste con lujosas prendas para torear, contraeun alto sentido del honor y aspira a esa gloria y a esa riqueza a las que estaban estamentalmente destinados los nobles de antaño.
Sí, cómo no: la tauromaquia presenta unas raíces hispánicas muy reconocibles, y no sólo en el plano puramente histórico, sino también –por emplear un concepto unamuniano- desde un punto de vista intrahistórico, que apela a elementos simbólicos, arquetípicos, sociales e idiosincrásicos. Y esas raíces son mucho más hondas de lo que imaginan aquellos que piensan (o desean) que va a ser fácil extirparlas.
JAVIER GARCÍA GIBERT
Publicado en la revista Tertulia de toros, nº 1, mayo de 2025, págs. 11 – 13