Ahora que han llegado los sanfermines nos viene a la cabeza indefectiblemente la emblemática figura de Ernest Hemingway, que a mediados del pasado siglo tanta resonancia internacional dio a las corridas de toros y, por supuesto, a los encierros de la capital navarra. Ya Fiesta, su primera novela (1926), transcurre parcialmente en el marco dionisíaco de la feria pamplonica y se hace bien explícita la pasión taurómaca del autor: “Nadie vive por completo su vida excepto los toreros” dice allí, arrobado, el joven viajero estadounidense (contrafigura del propio Hemingway) que narra y protagoniza la historia. No es Fiesta, sin embargo, su mejor novela, ni tampoco la única ocasión en que aborda Hemingway la cuestión taurina. Seis años después publicó un hermoso y personal ensayo de iniciación a la tauromaquia, Muerte en la tarde, bastante más interesante, por cierto, que su célebre El Verano peligroso, donde dio testimonio “periodístico” –con lo bueno y lo malo que tiene ese adjetivo- de la rivalidad entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín durante la temporada de 1959.
Un asunto que ha sido siempre muy debatido es lo que Hemingway sabía realmente de toros: él creía que mucho, aunque el pope de la crítica taurina Gregorio Corrochano y el mismo Luis Miguel Dominguín -con quien el escritor mantuvo una complicada amistad en la que no faltaron los desencuentros-, creían que no sabía tanto. Sería bien raro, de todas formas, que Hemingway, con su enorme afición y su inmersión privilegiada en lo más granado del ambiente taurino, no acabara “sabiendo”, aunque es muy posible que su visión de la tauromaquia presentara algunas peculiaridades y que sus emociones taurinas tuvieran mucho que ver con esa adrenalina de cazador de leones que tan bien conocía por experiencia propia. Hay un magnífico cuento de caza de Hemingway –mejor escritor de cuentos que de novelas, dicho sea de paso- titulado La breve vida feliz de Francis Macomber, que relata la plenitud eufórica que proporciona el descubrimiento del valor en quien creía no tenerlo (aunque el cuento acaba mal, como todas las euforias). Tampoco acaba bien, y también gira en torno al coraje y la cobardía, otro cuento suyo de ambiente taurino, La capital del mundo, donde uno de sus personajes afirma que “si no fuera por el miedo, cualquier limpiabotas de España sería torero”…
Esa dialéctica entre valor y miedo –que aparece inscrita en la temática de muchos de sus relatos (sobre la guerra, la caza mayor, el boxeo, los ejecutores a sueldo, etc.)- es consustancial, qué duda cabe, a la propia tauromaquia, en la que el valor concurre como elemento imprescindible, y no sólo como factor instrumental, sino también como principio ético. Pero tal vez a Hemingway se le escapaba una faceta más artística, más relativa al “duende” lorquiano, y al mismo tiempo más hondamente existencial. Y quizá eso le impidiera, en algún sentido, captar la esencia o las fibras últimas del espectáculo taurino. O tener de ello, en otras palabras, un concepto más propiamente “hispánico”. A este respecto es curioso comprobar que, a diferencia de lo sucedido con los hombres de letras foráneos más entusiastas históricamente con la tauromaquia.
(Dumas, Gautier, Montherlant, Malraux… y desde luego, el propio Hemingway), que han tendido a ser aventureros y hombres de acción, los intelectuales españoles más taurófilos han sido con frecuencia los más contemplativos. Seguramente porque se han percatado de que el “hombre de armas” que es el torero tiene algo, sin embargo, que les es muy afín: también en el fondo es un meditador que, sin conceptos ni palabras, medita ante un animal salvaje sobre la vida y sobre la muerte, sobre los giros de la mudable fortuna y sobre la naturaleza magnífica y frágil, digna y miserable, de la condición humana.
Pero por supuesto Hemingway no desconocía que la tauromaquia bebía en última instancia de hontanares muy hondos. Como decía en Muerte en la tarde –y el título de la obra es sobradamente explícito- la corrida de toros ha de ser entendida como una “unidad trágica”, a la que se subordina todo lo demás que ocurre en la plaza. En ese sentido tiene el mismo significado que la propia vida. La de Hemingway, como bien se sabe, acabó de un escopetazo. Su suicidio el 12 de julio de 1961, en su finca de Ketchum (Idaho), enfundado en su bata de casa y descerrajándose un tiro con su rifle favorito, anticipa en detalles y escenografía el que cometió Belmonte nueve meses más tarde en su finca sevillana de Gómez Cardeña. Todo nos indica que la decisión de matarse estaba ya tomada por el genio de Triana, pero el suicidio de Hemingway, de quien fue amigo y lector, le tocaba muy de cerca y cabe pensar que no contribuyó a disolverla, sino a confirmarla. “Hizo bien” comentó escuetamente, al enterarse.
Pero la experiencia del toreo -como la de la propia vida- lleva también un maravilloso goce dentro de la tragedia. Hemingway se refiere a ese goce en Muerte en la tarde y lo considera una experiencia iniciática, que puede surgir si uno tiene la suerte de presenciar una “verdadera faena”: es “una experiencia –escribe- que se tiene o no se tiene en la vida”. Él, desde luego, la tuvo a los 23 años, y esa experiencia permaneció con él siempre para poblar sus sueños y fabricar sus paraísos. Uno de ellos lo puso por escrito en una carta a su por entonces amigo el escritor Scott Fitzgerald, fechada el 1 de Julio de 1925 y redactada en la localidad navarra de Burguete: “Para mí, el paraíso sería una gran plaza de toros, en la que yo tuviera siempre reservadas dos entradas de barrera y afuera hubiera un arroyo con truchas, en el que no se permitiera pescar a nadie más, y dos lindas casas en la población: una, para mí y mi esposa y mis hijos, y les amaría de verdad y con dedicación; y en la otra tendría a mis nueve amantes guapísimas y cada una de ellas dormiría en un piso diferente. Habría también entre una casa y otra una bonita iglesia donde pudiera confesarme, y me montaría en mi caballo y galoparía sobre él hacia mi finca taurina con mi primogénito y arrojaría monedas a la descendencia ilegítima que me saliera al paso. Y en la finca me dedicaría a escribir y mandaría a mi hijo a poner a mis amantes cinturones de castidad, porque alguien acababa de llegar con la noticia de que habían visto a un célebre monógamo llamado Fitzgerald cabalgando hacia la ciudad al frente de una partida de bebedores…”.
He ahí el paraíso políticamente incorrecto –todos los paraísos humanos lo son, en alguna medida- de ese incorregible y entusiasta “aficionado” que fue Ernest Hemingway.
JAVIER GARCÍA GIBERT
Publicado en Avance Taurino nº 213, 9 de Julio de 2024, págs.. 16-19