El siglo XVIII pasa por ser en España el primer siglo que esgrime un completo argumentario antitaurino que trasciende las antiguas censuras y prohibiciones papales del siglo XVI, referidas al elevado número de víctimas mortales y a ese cierto regusto paganizante que se desprendía de los festejos y espectáculos relacionados con el toro. Es verdad que no toda la España ilustrada fue antitaurina. Tomás de Iriarte, el fabulista, era, por ejemplo, un notorio taurófilo y Nicolás Fernández de Moratín no sólo fue un gran aficionado, sino también el primer historiador taurino. Pero es verdad asimismo que el despotismo ilustrado que caracterizaba el siglo tendía a ser muy crítico con esa nueva tauromaquia a pie, todavía caótica, pero que estaba empezando a levantar pasiones en el pueblo (y en buena parte de la aristocracia). La clase ilustrada y europeizante, con Jovellanos a la cabeza, invocaba sus razones, de diversa índole: económicas, sociales, de buena urbanidad y de prestigio nacional (pérdida de horas laborales, desaprovechamiento agrícola por culpa de las dehesas de ganado bravo, promiscuidad y falta de decoro en el público asistente, crítica de los extranjeros por el atavismo de nuestras costumbres…).
Pero hay un par de cosas dignas de tomarse en cuenta. La primera, que todas estas razones eran de carácter humanista, es decir, se basaban en los intereses de los seres humanos y apelaban, además, al juicio racional. Y la segunda es que ninguna de esas razones tiene hoy en día vigencia alguna: el número de víctimas mortales ha descendido drásticamente, las dehesas son paraísos ecológicos, las ferias y espectáculos taurinos producen pingües beneficios a las arcas del Estado y a las poblaciones en las que se celebran y, en cuanto al decoro y las buenas costumbres, no hay más que recordar el comportamiento violento del público del fútbol –el deporte rey- o los tristes ejemplos de barbarie que la “culta y civilizada” Europa ofreció al mundo la pasada centuria.
Así pues, las únicas razones antitaurinas del siglo XXI, aunque también tengan su asiento y sus mentores en el siglo XVIII (Rousseau y Bentham, sobre todo), son radicalmente distintas en su planteamiento y en sus intenciones, pues proceden todas del llamado “animalismo” y tienen, por lo tanto, un estigma anti-humanista, es decir, no miran los intereses del ser humano y no se sustentan en ideas racionales, sino en figuraciones ideológicas basadas en lo sentimental. Esta diferencia es importantísima, porque el sentimiento conduce a la parcialidad y la ideología a la simplificación y al autoritarismo. Veamos.
José Cadalso (1741-1782) es seguramente el hombre de letras más interesante y polivalente de su siglo. Sin razones fehacientes, suele adscribírsele al antitaurinismo ilustrado de la época, aunque la única referencia al asunto es la que figura en su obra más célebre, las Cartas marruecas, donde Cadalso vierte sus reflexiones sobre la sociedad española bajo el recurso de unas cartas escritas por un supuesto joven marroquí de buena posición en su viaje por España. En la carta LXXII el viajero le informa a su corresponsal que ha acudido a ver una de esas corridas de toros que las naciones extranjeras consideran bárbaras y confiesa que la experiencia le ha impresionado mucho, con mil ideas y sensaciones que le bullen por dentro y que no ha logrado digerir aún. “Cuando esté mi mente más en su equilibrio, sin la agitación que ahora experimento, te escribiré largamente sobre este asunto”. Pero esa carta ya no se produce…
Cadalso manifiesta de este modo una inteligente suspensión del juicio ante una experiencia impactante y tradicional sobre la que es preciso reflexionar. Es la actitud mesurada de una persona culta. Esta actitud era frecuente en el pasado entre los hombres de letras antitaurinos. Reconocidamente lo fue el sevillano José María Blanco White (1775-1841), pero en su recensión a un libro sobre España del británico Henry D. Inglis afeaba a su autor que hubiera descrito muy negativamente las corridas de toros sin haber estado nunca en una de ellas. Hasta la llegada de la doxa animalista, el antitaurinismo siempre había tenido este educado miramiento de no hablar sin ver ni saber, y cuando se hablaba se procuraba conocer el alcance y los claroscuros de lo que se decía. Unamuno, uno de los detractores más conocidos de la tauromaquia, no tenía empacho en admitir, en un artículo de 1911 titulado “A la carta de un torero”, que las corridas de toros eran el espectáculo que “mejor prepara el alma para la debida contemplación de las verdades últimas”, pues, al fin y al cabo, enseñaban a morir. Y el historiador Américo Castro, cuya formación “regeneracionista” no le disponía precisamente a una postura pro-taurina, reconocía en las últimas y conclusivas páginas de su Aspectos del vivir hispánico (1949) que la tauromaquia se había convertido en un “rito solemne en que el auténtico hispano, sin saberlo, rinde culto a la esencia de su forma de vida”.
Sí, los antitaurinos de antaño eran mucho más cultos, porque cultura es atender al matiz, ver el haz y el envés de las cosas, ahondar en los asuntos y saber, sobre todo, que uno no puede pronunciar sermones cuando todo lo ignora. Y todo lo ignoran los abolicionistas del día sobre el acontecimiento taurino y sobre el animal totémico que lo representa: el toro. ¿Cuántos han estado en una dehesa, cuántos lo han visto corretear por ella, cuántos conocen de verdad la condición de un toro bravo? Pero se atreven a hablar en su nombre. Son, en el fondo, aunque no se lo crean, claros ejemplos del semianalfabetismo ambiental de estos tiempos digitales, tan alejados del respeto a la tradición y del contacto con lo natural como de la familiaridad con las referencias culturales y el prurito -o la capacidad- de la reflexión profunda. Aunque por suerte también están lejos, muy lejos, de una gran parte del pueblo y de la intelectualidad española.
JAVIER GARCÍA GIBERT
Publicado en la revista Círculo Taurino de Ronda, año 2024, págs. 32-33