“Valor, y al toro” se nos dice (o nos decimos) cuando tenemos que ir al dentista, hablar ante un público desconocido o negociar con el jefe un aumento de sueldo. Es una de las incontables expresiones taurinas que –debido al potencial simbólico que tiene el toreo para la comprensión de la vida- fecundan en léxico, en fraseología, en metaforización, al idioma español. Pero es la que expresa de manera más sencilla el fundamento último de la tauromaquia: la necesidad imperiosa de la valentía. Lo enunciaba así Pepe-Hillo en su vieja e inaugural Tauromaquia (1796): hace falta “valor para ver llegar los toros”, para, en lugar de huir, ponerse en su camino y aguantar su embestida. Eso no lo es todo, desde luego, pero no hay nada sin eso.
Pudiera creerse que, en la sociedad gregaria y acomodaticia de nuestros días, de mentalidad antiheroica y relativista, esa cualidad del valor exigida en la tauromaquia es un mero ejercicio de supervivencia que obedece a la esencia bruta y primitiva del toreo (y del torero). Pero no es así. Como conocía perfectamente el saber antiguo, el coraje tiene un decisivo componente moral. La primera virtud concreta que analiza Aristóteles en su Ética a Nicómaco es la andreía (=valor, hombría, entereza), que debe emerger cuando sentimos cerca “lo que puede destruirnos” y que se manifiesta, en su grado más alto, en “el modo de afrontar el miedo (phobos) a la muerte”. Esta consideración del valor como primera “virtud” no debe extrañarnos, pues es imprescindible para actuar éticamente en este mundo: con honradez, con libertad de juicio, sin hipocresía, sin servilismo. Y para conservar la coherencia con nosotros mismos y oponernos a los trágalas y ruedas de molino (tan abundantes hoy, por cierto, bajo la tiranía de lo políticamente correcto).
También el torero “Paquiro” inicia su Tauromaquia completa (1836) señalando que la primera cualidad del torero es el “valor”, y lo concibe muy aristotélicamente como el virtuoso medio entre la “temeridad” y la “cobardía”. Pero, a continuación, nos dice qué es lo que él entiende por auténtico valor: “aquel que nos mantiene delante del toro con la misma serenidad que tenemos cuando éste no está presente, es la verdadera sangre fría para discurrir en aquel momento con acierto qué debe hacerse con la res” (cursiva suya). Recoge así “Paquiro” de manera implícita otra tradición ética, también procedente de la antigüedad clásica, y esencial en la tradición humanística: la doctrina del estoicismo, cuyo máximo representante es el hispano-romano Séneca (cordobés, por más señas, como “Lagartijo”, como “Guerrita”, como “Manolete”), que aludía en sus obras repetidamente al “coraje del sabio” (animus sapientis) y comparaba al hombre virtuoso con el “soldado” y el “gladiador”. La serenidad, la imperturbabilidad, la presencia de ánimo ante los reveses y peligros de la vida, son las normas esenciales de esta doctrina, dirigida, no al “hombre social” como Aristóteles, sino al puro individuo. Por eso ha sido estoica, desde siempre, la ética natural de los toreros, pues se basa en el ejercicio de la disciplina, el acrisolamiento de la voluntad, la resistencia al dolor y la superación de los miedos, todo ello por medio del autocontrol que facilita el autoconocimiento. “Examínate y escrútate en todas tus facetas”, postulaba Séneca (Epístolas a Lucilio, XVI). “Hasta que uno no manda en uno, no está en condiciones de mandar en el toro”, decía Rafael “El Gallo”.
Alude Paquiro, como hemos visto, a la claridad de mente (“discurrir con acierto”, dice). Claro. La tauromaquia es un juego de pesos y medidas, con una parte absolutamente racional, basada en la técnica y el conocimiento del toro y en una lógica estratégica de proporción y de medida. Pero el torero no ha de ser, sin más, un hombre prudente, como usted o como yo. O ha de serlo, en todo caso, con esa prudencia intuitiva y ocasionalista que preconizaba el Gracián del Oráculo manual y arte de prudencia, tan hispánico y tan barroco. No otra cosa decía Paquiro cuando postulaba en su tratado que el torero ha de conocer “el momento oportuno para ejecutar las suertes (…) con serenidad y con desenvoltura”.
Ahora bien, siempre hay instantes sobre el albero en que las armas de ese “arte de prudencia” no son suficientes, y el valor debe mostrarse en crudo y sin anestesia. Momentos inexcusables en que el torero debe discernir si mantenerse como hombre juicioso o convertirse en el héroe taurino que todos esperan y enfrentarse al límite de su valor frente a la bestia. “Tirar la moneda al aire” o “pasar la raya”, suele decirse. Son instantes en que el torero examina su propia exigencia frente al toro bravo: ponerse en determinado lugar, pasárselo a determinada distancia, torearlo por determinado pitón… Jugársela de verdad, o bien aliviarse en el burladero del miedo. Y hay ocasiones, por descontado, en que no está a la altura. Muchas veces el público lo nota, pero el torero se da cuenta siempre. Y jamás se lo perdona. “Yo sabía lo que hacer, y no me atreví a hacerlo”, se lamentaba Marcial Lalanda, muchos años después de retirado, al recordar cómo desaprovechó en Madrid, un 23 de Junio de 1929, un excepcional pero fiero burel, de nombre Amargoso. Así lo explicaba el torero madrileño: “redujo, primero, mi coraje; después me venció el ánimo; y, cuando ni una cosa ni otra me quedó, opté por meterle la espada. Murió sin que nadie supiera lo que el toro podía haber sido…”.
Si el valor es admirable, es porque se sobrepone al miedo, como la dignidad ha de sobreponerse a la miseria, esos dos rasgos que configuran la sustancia antropológica de nuestra condición humana: dignitas hominis, miseria hominis, decían los clásicos. Esa es una de las grandezas de la tauromaquia, que toca al vivo y hasta el fondo esas fibras íntimas que nos constituyen como personas mortales. La miseria existe, qué duda cabe, y por eso está el miedo, la jindama, la “espantá”. Rafael “El Gallo”, Cagancho, Curro Romero, Rafael de Paula… han sido protagonistas ilustres de esas espantás (de las que “El Gallo” llegó a hacer, por cierto, una donosa teoría), aunque las justificaba la delicadeza de su arte, que era sutil y veleidoso. Pero fueron valientes a su modo. No tuvieron miedo de mostrar su miedo, y asumieron sus consecuencias con estoicismo. Y no desertaron por ese temor: un día pegaban un petardazo, pero al otro salían por la puerta grande.
Porque el torero es, por definición, -y ese es su ejemplo para nosotros- el hombre valiente que se ha comprometido a vencer su miedo, aunque no siempre lo consiga, el que se niega a ser cobarde porque se lo ha autoimpuesto, el que vence su temor con la ayuda de la técnica, sí, pero también con el refuerzo psicológico de otros miedos, más insuperables que el del mismo toro: al fracaso, a la irresponsabilidad, a la debilidad propia. Así lo decía también Aristóteles en su aludida Ética a Nicómaco: “Pero el hombre valiente no parece que deba tener valor contra todos los males sin excepción.
Hay más de uno, por el contrario, que debe temerse, que es honroso temer y que no temer sería deshonroso: el deshonor, por ejemplo”. Ni más ni menos. Eso que en España damos en llamar “vergüenza torera”.
JAVIER GARCÍA GIBERT
Publicado en la Revista MINOTAURO nº 6, Enero-Abril, 2019, pág. 2