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Savia popular y tauromaquia culta

Aunque el eje de los espectáculos es la misma fiera, el toro en la calle y el toro en la plaza dan a veces la impresión de pertenecer a mundos distantes, incluso distintos, pero su pasado y su futuro van unidos, porque ambas expresiones corresponden, en su significado último, a un todo indisoluble. Si desvinculamos la tauromaquia popular de la tauromaquia de pago, la primera pierde su culminación histórica, su refinamiento ritual y estético, pero la segunda se vacía de sentido, pierde su trasfondo simbólico y significativo. Por eso me parece un error que algunos aficionados con mala conciencia, quizá para congraciarse con “el enemigo”, traten de desmarcarse intelectualmente de las manifestaciones taurinas populares, empezando por las que presentan un perfil más agreste o más escarpado.

Sería una manera de desvirtuar el proceso y la enseñanza antropológica que recibimos del espectáculo en las plazas de toros. Porque los festejos populares son un anclaje evidente con los elementos lúdicos, sacrificiales y propiciatorios (ahí está la secular tradición del toro nupcial) de la vieja tauromaquia y sacan a la luz, con mucha más transparencia e inmediatez que la tauromaquia “culta”, pulsiones atávicas, ancestrales, que anidan de forma natural en la condición humana y que la corrida de toros reglamentada estetiza y sublima adecuadamente. Se produce así la lección completa: que hay que acudir a los sagrados templos del luminoso Apolo, pero también festejar las ceremonias nocturnas del silvestre Dionisos (representado a menudo, como bien se sabe, con atributos de toro).

Todas las culturas tradicionales –y la taurina, obviamente, lo es- saben del valor higiénico, armonizador, de esos equilibrios para lidiar, nunca mejor dicho, con el claroscuro del alma, dolorosamente escindida entre los estímulos racionales civilizatorios y los ímpetus elementales, originarios, y reencontrarse de modo ritual con las realidades últimas (el valor, el miedo, la lucha por la vida, la confrontación con lo animal y primitivo, la existencia de la muerte) y así reconocerse y reflexionar con lucidez sobre nuestra condición.  

Pero renegar de la tauromaquia de calle para valorar sólo la que se desarrolla en la plaza supondría además, en último término, ignorar una de las mayores riquezas y singularidades de la cultura española, luminosamente presente en el proceso de creación de la tauromaquia moderna, que es la conciliación de lo noble y sofisticado con lo espontáneo y popular. La amistad entre Don Quijote y Sancho, narrada por Cervantes.

Porque la grandeza del toreo “culto” –y su verdadero sello de acontecimiento hispánico– es precisamente que hunde sus raíces en el pueblo verdadero y en sus arraigadas y contrastadas expresiones naturales. Lo atestiguaba Felipe II en una carta enviada al embajador vaticano para justificar su resistencia ante las Bulas Papales que pretendían abolir la tauromaquia por el elevado número de víctimas humanas y el tufillo pagano que destilaba el espectáculo: las prácticas taurinas –argüía el Monarca- eran “una costumbre tan antigua que parecía estar en la sangre de los españoles, que no podían privarse de ella sin gran violencia”. La aristocracia y el pueblo se alinearon detrás de su Rey en la defensa de los espectáculos taurinos, en lo que fue una verdadera causa nacional, una suerte de cruzada contra el Papado de Roma, que concluyó con el levantamiento de las prohibiciones y que contribuyó, sin duda, a fortalecer la tauromaquia en nuestro país y a hacer a los españoles más conscientes y orgullosos de su afición. Una afición transversal, como se diría ahora, que atravesaba los estamentos sociales.

Por esas fechas, precisamente, junto a la profusión espontánea de festejos populares en toda la península, cobraba ya inusitado esplendor el toreo a caballo, protagonizado por los nobles. Se trataba de funciones sometidas a una rigurosa etiqueta y a un complejo ceremonial que alcanzarían en el siglo XVII una gran espectacularidad y cuya intensidad admiraba a los extranjeros y provocaba el entusiasmo de los naturales, tanto nobles como plebeyos. Aunque los caballeros eran los protagonistas, el pueblo también intervenía en partes marginales o subordinadas del espectáculo, bien como peones o lacayos al servicio de sus amos, bien practicando suertes tradicionales de la tauromaquia popular (quiebros, saltos a la garrocha o al trascuerno, inmovilización del animal, lanzamiento de arpones, etc.).

Muy conocida es la evolución histórica del festejo, que daría origen en el siglo siguiente a la tauromaquia moderna. Con la llegada de los Borbones, el toreo a caballo se desmorona: la nobleza desparece como actor principal, y el pueblo ocupa su lugar, adueñándose de la función y pasando de comparsa a protagonista. Las nuevas corridas a pie entusiasmaron de inmediato a un público perteneciente a todas las capas sociales, consumándose así un fenómeno inverso al “despotismo ilustrado” que dictaba la época: es decir, atracción de abajo hacia arriba en vez de imposición de arriba hacia abajo. En su libro sobre Goya, Ortega y Gasset advertía este fenómeno y encuadraba el advenimiento de la tauromaquia moderna a partir de una singular tendencia que denominaba “plebeyismo” -sin ninguna connotación peyorativa en el término-, que respondía a una circunstancia histórica surgida en la España del siglo XVIII, en virtud de la cual una nobleza decadente y sin capacidad creativa acabó imitando y siguiendo las iniciativas del pueblo.

Pero esa tendencia había sido una constante en la cultura española. ¿No se habían sentido los poetas del Mester clerecía (un Berceo, un Juan Ruiz) atraídos por los modos populares y los usos juglarescos? ¿No había logrado el Marqués de Santillana su obra más memorable –las Serranillas– recreando con arte y delicadeza la poesía popular? ¿Y no les habían fascinado a los poetas cultos de los siglos XVI y XVII las joyas anónimas y populares del Romancero, que ellos imitaron y continuaron, dando lugar a lo que se conoce como “Romancero nuevo”? Esta seducción de las élites culturales por lo popular no llegaría en el resto de Europa hasta la época romántica, pero era y había sido una constante en la cultura española. En último término, era el mismo fenómeno que iba a producirse al evolucionar la tauromaquia popular hasta la interpretación ritualizada y “culta” que surgiría de ella.

Y la aristocracia también colaboraría en este proceso. A pesar de las reticencias o la oposición de los primeros Borbones, las élites linajudas del siglo XVIII admiraron la intensidad creativa del nuevo espectáculo y lo legitimaron con su adhesión y su presencia. No hay más que recordar cómo idolatraba la nobleza al analfabeto Pepe-Hillo, o cómo Goya, pintor del rey, retrató al torero Pedro Romero, con el mismo decoro y seriedad que si fuera un noble. Por otra parte, esa aristocracia seguía contribuyendo decisivamente al espectáculo por la vía de la dedicación ganadera a los toros de lidia. Y es curioso que trasladaran a las bestias que se criaban los valores de casta, linaje y pureza de sangre que correspondían a su propia clase. Pero eso no era lo único que se transmitía; también sus atributos más representativos y lo más granado de su visión del mundo: el plebeyo se viste para torear con una indumentaria inusualmente vistosa, basada en el corte y los materiales lujosos (oro, plata, seda) que adornaban a la aristocracia de la época, toma una espada –símbolo máximo del caballero- para matar a la fiera, y asimila por completo los valores aristocráticos tradicionales para enfrentarse a ella (el honor, el impulso heroico, la valentía, el afán de gloria, la dignidad estoica).

SI tuviéramos que explicar históricamente esa extraña confluencia de visión y de intereses entre la aristocracia y el pueblo –que contemplaban, por cierto, con idéntico desprecio a la mentalidad pragmática y materialista de la incipiente burguesía- tendríamos tal vez que remontarnos a tantos siglos de esforzada Reconquista en la que nobles y plebeyos, codo con codo, compartieron rezo y campo de batalla para liberar a la península de sus enemigos religiosos. Pero lo cierto es que ese interclasismo –que no anulaba, sin embargo, el estamentalismo formal, porque era antropológico y no democrático, pues no se basaba en el igualitarismo social, sino en la igualdad esencial de la condición humana- era una herencia de la España anterior del Siglo de Oro. Eso explica el impulso que cobró en seguida la nueva tauromaquia, nacida a mediados del siglo XVIII. Una tauromaquia que surgió no tanto como manifestación fidedigna de la mentalidad ilustrada, como a veces se ha dicho, ni como prefiguración del espíritu romántico que estaba a las puertas, sino como adhesión fidelísima a lo más emblemático de la personalidad española, que había alcanzado su máxima expresión durante el período barroco.

La tauromaquia moderna ha sido, por tanto, un producto espontáneo que, hundiendo sus raíces en las entrañas mismas de la nación, cristaliza con el tiempo, impremeditadamente, en una institución hispánica de creación popular. Extendida a lo largo y ancho de la geografía española, la tauromaquia de calle nos recuerda hoy en día, con más nitidez aún que la celebrada en el coso, lo que el acontecimiento tuvo (y todavía tiene) de elemento integrador, anulador de diferencias geográficas y de barreras sociales, y visibilizador de los vínculos con nuestros antepasados y de una historia y una identidad comunes. En tiempos difíciles como el presente, la buena salud de la tauromaquia popular constituirá, desde luego, el mejor de los síntomas para la preservación y el significado último del asombroso espectáculo que se desarrolla en la plaza.

JAVIER  GARCÍA  GIBERT

Publicado en la Revista MINOTAURO nº 8, Septiembre-Diciembre, 2019, pág. 4