Superposición del sitio

Sobre el traje de luces

Uno de los muchos alicientes del espectáculo taurino para los ojos curiosos del buen aficionado es comprobar, cuando salen los diestros y sus subalternos de la puerta de cuadrillas, cuáles son los detalles de su indumentaria. Porque existen infinitas variedades en el estricto pero extravagante patrón del traje de torero: en tonos de color, en tipo y abundancia de bordados, de caireles, de alamares, de lentejuelas…, o en la misma prenda que el torero se ciñe cuando sale al albero: el capote de paseo. Es verdad que el material de los tejidos ha evolucionado en las últimas décadas, haciéndose los trajes más livianos, más flexibles, más impermeables, y volviéndose más resistentes y más fácilmente lavables ante las manchas de la sangre;  las monteras también se han aligerado, las suelas de las zapatillas son ahora de materiales y relieves que las hacen agarrarse mejor al suelo… Pero en esencia el traje sigue siendo el mismo que implantó “Paquiro” en la primera mitad del siglo XIX, codificando las variadas vestimentas, inusualmente lujosas, de los toreros a pie del siglo anterior, basadas en cortes, adornos y tejidos (oro, plata, seda…) reservados a las élites aristocráticas, y todo ello en libre y recargada combinación.

De lo que no cabe ninguna duda es de que, con su extraña reminiscencia dieciochesca, el traje del torero es la manifestación más descollante de ese viaje por el tiempo y por la historia que sigue siendo, en su expresión indumentaria, una corrida de toros: los alguacilillos, con su sobria capa negra y su golilla, visten como en la España de los Austrias; los picadores nos llevan al siglo XVIII con su casaca y su sombrero castoreño, muy parecido al que llevaban los majos en tiempos de Goya, aunque las protecciones metálicas de las piernas están inspiradas en las armaduras de los caballeros medievales y las varas nos recuerdan las lanzas de los tercios de Flandes; y los humildes monosabios, con sus gorrillas y sus alpargatas, sus blusas rojas o azules y sus calzones holgados, van al modo de los mozos o criados del siglo XIX… Por otro lado, en las zonas bajas de la plaza y en el propio callejón, rostros cetrinos, trajes y gorras camperas, sombreros cordobeses o patillas de boca de hacha certifican la presencia de ese orillado mundo rural que continúa siendo el alma mater de la tauromaquia.

Pero, siguiendo con el traje de torero, meterse dentro de él no constituye para el que lo hace una mera operación reglamentaria, como el cirujano en su bata, el militar en su uniforme o el atleta en su prenda deportiva, sino una completa y sagrada investidura, que tiene un carácter sacramental, y todo sacramento consiste en revivir un acto originario, un hecho inmemorial, cuyo designio es abolir el tiempo. Entre las frases que José Tomás pronunció al recibir su segundo premio Paquiro estaba ésta: “Cuando uno se viste de torero se viste también de presente; el pasado no cuenta y el futuro no existe”. Y sí: hay algo que vincula la celebración pagana de la tauromaquia con los viejos rituales del ceremonial católico. El torero se viste (o se inviste) con premiosidad protocolaria en la habitación de su hotel, igual que el sacerdote en la sacristía de la iglesia; su traje de luces comparte con la casulla del oficiante los materiales nobles y brillantes de la prenda y, una vez en la plaza, se ciñe con minuciosa liturgia el capote de paseo –muy parecido, en sus lujosas imágenes y bordaduras a la capa pluvial de los prelados- para hacer el paseíllo/procesión de torero/celebrante, acompañado de los “acólitos” o “monaguillos” de su cuadrilla (aunque todos van vestidos de toreros, porque todos se sienten igualmente toreros, y todos en verdad lo son).

Y ninguno ignora que allí se representa una cosa grande, símbolo de otras muchas, tanto metafísicas como existenciales (¿qué es la Vida sino “lidia”?). El propio terno del torero representa en sí mismo ese potencial simbólico de la tauromaquia, como explicó en su día el hispanista y antropólogo Julian Pitt-Rivers, relacionándolo con la dialéctica sexual entre lo masculino y lo femenino. En efecto, a pesar de que el toreo es, en principio, la lucha a muerte de dos “machos” arquetípicos en sus respectivos órdenes animal y humano, se desarrolla entre ellos una rica y ambivalente dialéctica simbólica: el toro, pletórico de fuerza y agresividad en su salida al albero, tras ser femenilmente “adornado” con banderillas, es dominado y penetrado por el estoque del torero en el agujero-vagina que previamente ha abierto el picador. El torero, en cambio, sale a la plaza en el primer tercio con su vestido de “luces” y maneja con gracia el capote, como una bailarina flamenca su falda de lunares, pero cambia radicalmente su rol al tomar en sus manos la espada y la dominadora muleta. El propio traje/vestido del torero expresa, en efecto, toda esa dialéctica: la parte superior es muy masculina, con grandes hombreras, chaleco y corbata; la inferior, sin embargo, es muy mujeril, con sus medias rosas ajustadas y sus zapatillas de bailarina. Aunque hay algo ambiguo e intranquilizador en esa separación, pues los atributos viriles irrumpen ostensiblemente en la parte “femenina”, y la zona “varonil” está llena de adornos, lentejuelas y bordados…

Pero, al margen de las lecturas simbólicas, hay otras verdades mentales y psicológicas que la indumentaria del torero convoca y desvela. El vestido parece tener una vida propia cuando, en soledad, el torero lo contempla sobre la silla en la habitación del hotel, pero cuando se lo enfunda es una segunda piel, que tiene además la capacidad indiscreta de visibilizar su espíritu. Como se ha dicho a menudo, el traje de torero es transparente (trasluce el miedo, la inseguridad, la desconfianza, pero también el valor, la determinación, las ansias de triunfo del que se lo pone) y muestra espiritualmente desnudo al torero ante el público. Pero también ante sí mismo, dándole la medida exacta de su estado de ánimo, o de la propia vigencia de su vocación taurina. Reconocía “El Juli” que, cuando torea bien, no tiene ganas de quitárselo y puede pasar horas embutido en él después de la corrida, pero que si ha estado mal empieza a despojárselo en la misma furgoneta. Y Domingo Dominguín, el mayor de los hermanos, confesaba, para explicar su retirada de la profesión en 1948, que llegó un momento en que empezó a ver el vestido como algo inapropiado: “Abandoné un día en el que me sentí ridículo haciendo manoletinas con las medias rosas”. Sí, y a veces incluso he llegado a pensar que uno de los signos más reveladores de la fuerza del toreo es hacer que veamos dignidad y prestancia en un traje tan difícil, tan extravagante.

JAVIER GARCÍA GIBERT

Publicado en Avance Taurino nº 175, 17 de octubre de 2023, págs. 20-23