FELIX FATUM
Si es que existe todavía, el estudiante vocacional de Humanidades (Literatura, Filosofía, Historia…) habrá de combatir su desilusión universitaria y su soledad de rara avis en el mundo con reconfortantes pensamientos de futuro. Imaginará que, cuando presente su Tesis Doctoral, el Tribunal que examine su trabajo lo habrá leído cuidadosamente y sus miembros lo comentarán con discernimiento antes de darle el sobresaliente cum laude. Imaginará que, cuando ejerza su oficio de profesor, intercambiará con ardor complicidades y juicios con sus compañeros de gremio sobre el saber que ama y que imparte. Imaginará que, cuando escriba su primer libro, detectará el interés –e incluso el entusiasmo- del editor que lo publica y compartirá con él las esperanzas y expectativas del mismo.
Nada de esto ocurrirá, desde luego, pero es mejor que él no lo sepa, como es mejor que nadie sepa el día y hora fatal de su muerte. Todo vendrá a su debido momento y poco a poco se irá curtiendo en el aprendizaje de la decepción, en aquella bendita sabiduría barroca del desengaño. Verá hasta qué punto su precioso saber no tiene valor de cambio ni valor de uso en el mercado de los bienes y de los servicios, y que el mundo lo convierte en un ser atrabiliario, un resto penoso de la época extinta de las bibliotecas. Pero nada de eso menguará el gozo ni la intensidad del placer dentro de su alma. Cultivará su vocación clandestinamente con uno o dos amigos (si es afortunado) y descubrirá el valor del silencio y la discreción. Comprobará que son otros –farsantes charlatanes- quienes se granjean el respeto oficial y el reconocimiento público.
Pero él vivirá silenciosa y permanentemente en un sistema clásico y espiritual de referencias (filosóficas, literarias, artísticas) que ha de acompañarle hasta la tumba: la ciudad de Köninsberg y el nombre de Lucilio le remitirán sin falta a Kant y a Séneca; si al azar escucha hablar de Tom Jones, le vendrá a la cabeza la novela de Fielding, no un añejo cantante de los años 70; cuando el Tour de Francia termine una etapa en el Mont Ventoux, se acordará de Petrarca indefectiblemente, y el sol otoñal de alguna mañana entrando en su cuarto le hará pensar en el holandés Vermeer… Nunca se planteará si es buena o mala esta red de asociaciones y recuerdos con los que teje su visión del mundo. Sólo aceptará sin muchos remilgos que ésta es su manera de estar en él.