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UN APUNTE SOBRE EL REALISMO ESPAÑOL

     Quizá se deba a extravagancia mía, pero siempre me ha gustado tener la sensación de estar leyendo un libro que estoy convencido de que nadie está leyendo, en ese momento, en todo el planeta. No me refiero, por descontado, a un libro que pertenezca a la innumerable suma de libros triviales, intrínsecamente perecederos, sino a alguna obra estimable o de autor ilustre, que todavía guarda interés, al menos para mí, pero que ya nadie lee ni por asomo: caída para siempre en el abismo del olvido (un abismo que hoy aumenta en progresión geométrica, con lo que mi placer de lector único y atrabiliario tiene la virtud –objetivamente desgraciada- de poder multiplicarse).

     Pues bien, leía el otro día uno de esos libros, De Madrid a Nápoles, crónica de viajes de Pedro Antonio de Alarcón –autor por el que tengo una gran estima desde que devoré de joven ese huracán narrativo que es El escándalo– y me encontré con un pasaje que me cautivó en seguida. Se trataba del relato de la audiencia que, merced a los oficios de la Embajada española, logró concertar el escritor en Roma con el Papa Pío IX, el 2 de enero de 1861. La pluma de Alarcón transmite fielmente el nerviosismo y la emoción que le embargaban cuando acudió aquella mañana a la Plaza de San Pedro y describe con detalle los prolegómenos del encuentro: el franqueo inicial de la guardia vaticana, la suntuosa escalera decorada por Bernini que daba acceso al segundo piso, la vasta antecámara, la prolongada espera en un imponente salón alfombrado y tapizado, y la aparición por fin del secretario pontificio que le conduce a través de un amplio corredor, en el que departen de pie y en voz baja altos dignatarios de la Iglesia, hasta el mismo despacho de Su Santidad Pío Nono. La turbación al verle cuando se abre la puerta, y después los entresijos de la conversación privada, que resulta inesperadamente plácida y afectuosa. El Pontífice se interesa de entrada por su origen andaluz y, vinculando unas cosas con otras, acaban hablando de las novedades de la red ferroviaria en España, a cuenta de lo cual Alarcón se permite corregir cortésmente los errores del Papa sobre la ubicación geográfica de algunas ciudades españolas: “aquella falibilidad del Sumo Pontífice –anota con fina gracia el escritor granadino-  tenía para mí un indecible encanto y aumentaba la tierna confianza de una visita que yo había imaginado tan solemne y dificultosa”. El Papa le pregunta después por los motivos de su viaje a Italia, llegando a cuestiones aún más personales, como la condición “soltera” del escritor granadino, que aún no estaba casado por aquel entonces. Alarcón nos relata, para terminar, la cordial despedida, que incluye la bendición de un rosario (encargo de su madre) y el regalo, por parte del Papa, de una medallita de la Inmaculada Concepción.

     Pero el momento que más me impactó se localiza al principio de la entrevista, después de las genuflexiones ceremoniales y antes de haberse siquiera iniciado el diálogo. Alarcón refiere que, en el aturdimiento de su conmoción primera, sus ojos recorren de modo confuso las distintas prendas de la indumentaria del Papa (el solideo, la muceta, el capisayo), pero en algo sí se fija con detenida atención: “en sus pulcras y hermosas manos, y, sobre, todo, (¡cosa rara…, que me pareció pecaminoso afán mío de ver al hombre detrás del Pontífice!) en que el cuello de la muceta estaba un poco desaseado, de ludir con los sedosos cabellos blancos de Su Santidad…”.

Inocencio X.jpg     Al leer estas líneas, esbocé una sonrisa y repentinamente me vino a la cabeza otro encuentro de un español ilustre con un Pontífice, que había ocurrido dos siglos antes y que había alcanzado una insuperable dimensión artística al quedar plasmado en un inmortal retrato: me refiero, claro está, al que Velázquez pintó en 1650 a Inocencio X, en el curso del segundo viaje a Italia del pintor sevillano. Es bien conocida la reacción del Papa al mostrarle el artista el cuadro terminado. Estimó sobremanera su calidad pictórica, pero su primera frase fue de desconcierto: ¡Troppo vero! (“¡demasiado verdadero!”), dicen que dijo. Entendemos perfectamente el significado de esta exclamación: la mirada esquinada, el fruncido ceño del personaje del cuadro, sentado entre cortinajes rojos en su sillón dorado, revelaban sin duda la naturaleza humana, demasiado humana que latía debajo de aquel poderosísimo icono religioso.

     Velázquez había observado y sacado a la luz esa verdad sin trampas, igual que Alarcón había captado, y nos transmitía, el pequeño detalle que bajaba de un plumazo al mundo terrenal a quien parecía, por su propia condición, que más tenía que elevarse por encima de la tierra. Pero ese afán del que se inculpaba el escritor “de ver al hombre detrás del Pontífice” no era manía o percepción específica de Alarcón (o de Velázquez), sino más bien un rasgo del realismo artístico de la nación española. Siempre el español tiende a ver el hombre detrás del Héroe, del Monarca, del Pontífice… Ya desde el Cid, que, en el comienzo mismo de nuestra literatura, mira a la tierra de la que ha sido despojado con sus ojos húmedos, lo que al espíritu artístico del español le interesa es reflejar la sombra o la fisura de la grandeza humana; o, al revés, la brizna de excelencia o la posibilidad de redención que puede ocultarse en la apariencia modesta o en el alma depravada. La dignidad de los personajes humildes o la figura del pecador salvado y arrepentido, que tanto proliferan en la pintura y la literatura de nuestro Siglo de Oro, no dan muestra de otra cosa.

     Habría que precisar, sin embargo, que esa vocación característica del realismo español no sigue la variante rencorosa y mezquina del “no hay un gran hombre para su ayuda de cámara”, ni tiende, por otro lado, a idealización alguna, sino que se basa, más bien, en el convencimiento de que existe una comparecencia simultánea (y reversible) de dignidad y miseria en la naturaleza humana. Y que es posible vibrar ante los dos estímulos. Quevedo, por ejemplo, puede disfrutar señalando en el Buscón –siguiendo el patrón anti-sublimador de la picaresca- los vergonzosos rotos y remiendos que esconde el vestido del encumbrado hidalgo, pero es igualmente capaz de mostrarse admirado ante la grandiosa y digna muerte en el cadalso de un personaje como don Rodrigo Calderón, cuya trayectoria moral consideraba despreciable.

     Pero aún otra imagen me vino a la memoria, relacionada con el mencionado detalle que señalaba Alarcón: la de don Quijote quitándose las medias en la soledad de su cuarto. Me refiero a un pasaje conocido de la Segunda Parte (cap. 44), cuando el héroe cervantino se ha quedado solo en el Palacio de los Duques, porque Sancho acaba de marcharse a la ínsula Barataria. Don Quijote cena con sus anfitriones y se retira en seguida a sus aposentos. Nuestro hidalgo está melancólico (la Duquesa lo ha advertido durante la cena) y, al quitarse las calzas para meterse en la cama… -“¡oh desgracia indigna de tal persona!”, escribe Cervantes-, se le saltan “hasta dos docenas de puntos de una media, que quedó hecha celosía”. Este mínimo pero penoso accidente, que dejará a la vista (pues carece de repuesto) su dolorosa miseria ante los finos aristócratas que lo tienen alojado, acaba de minar el ánimo del caballero, que se queda durante largo rato insomne y afligido, dando vueltas y más vueltas sobre su cama. No nos interesa ahora lo que sucede después, porque lo dicho resulta suficiente para lo que comentamos sobre la singular modestia iluminadora del realismo español: ese cuello raspado en la muceta del Papa, ese descosido en la calza de Don Quijote…