El joven de antiguas letras (vaticinios melancólicos)
El estudiante vocacional de Humanidades (Literatura, Filosofía, Historia…) suele combatir su desilusión universitaria y su soledad de rara avis en el mundo con reconfortantes pensamientos de futuro. Imagina que, cuando presente su Tesis Doctoral, el Tribunal que examina su trabajo lo habrá leído cuidadosamente y sus miembros lo comentarán con discernimiento antes de darle el sobresaliente cum laude. Imagina que, cuando ejerza su tarea de profesor, intercambiará con ardor complicidades y juicios con sus compañeros de gremio sobre el saber que ama y que imparte. Imagina que, cuando escriba su primer libro, detectará el interés –e incluso el entusiasmo- del editor que lo publica y compartirá con él las esperanzas y expectativas del mismo.
Nada de esto ocurrirá, desde luego, pero es mejor que él no lo sepa, como es mejor que nadie sepa el día y la hora fatal de su muerte. Todo vendrá a su debido tiempo y poco a poco se irá curtiendo en el aprendizaje de la decepción, en aquella bendita sabiduría barroca del desengaño. Su vocación se verá limitada (sin mayores dolores) en el arco y el marco de su exposición pública, pero no en su gozo ni en su intensidad. Cultivará su pasión clandestinamente con dos o tres amigos (si es afortunado) y descubrirá el valor del silencio y la discreción. Comprobará que son otros, y no él, quienes hablan de libros –y los recomiendan- en los foros sociales y en las comidas de grupo.
Pero él vivirá silenciosa y permanentemente en un sistema clásico y espiritual de referencias (filosóficas, literarias, artísticas) que ha de acompañarle hasta la tumba: la ciudad de Köninsberg y el nombre de Lucilio le remitirán sin falta a Kant y a Séneca; si al azar escucha hablar de Tom Jones, le vendrá a la cabeza la novela de Fielding, no un añejo cantante de los años 70; cuando el Tour de Francia termine una etapa en el Mont Ventoux, se acordará de Petrarca indefectiblemente, y el sol otoñal de alguna mañana entrando en su cuarto le hará pensar en el holandés Vermeer… Nunca se planteará si es buena o mala esta red de asociaciones y recuerdos con las que teje su visión del mundo. Sólo aceptará sin muchos remilgos que ésta es su manera de estar en él.
Es verdad que para la vulgaridad supertecnológica de sus contemporáneos este estudiante vocacional de Humanidades, convertido ya en un hombre de antiguas letras, no será más que un ser atrabiliario, un resto penoso de la época extinta de las bibliotecas. ¿Para qué seguir acumulando libros?, ¿para qué seguir recordando nombres, datos y fechas, cuando todo está dentro del adminículo electrodoméstico que cabe en el bolsillo? Y ¿para qué mirar a un pasado vencido teniendo a mano y a la vista la trepidante urgencia del presente? Estas preguntas desconsideradas jamás se le formularán de manera explícita (pues él, en sentido estricto, ni siquiera existirá para sus hipotéticos formuladores) y sólo tendrán el carácter de sobreentendidos…
Pero el hombre de antiguas letras -el humanista maduro, ya casi viejo- imaginará que flotan en el ambiente, y alguna vez, en la intimidad de sus horas, contemplando el paisaje otoñal de su biblioteca, considerará atentamente aquellas preguntas, aunque sabiendo de antemano sus respuestas. Tal vez sospechará (o interpretará) las que imagina el mundo para explicar su “anacrónica” labor recalcitrante. Recordará entonces, quizá, al sutil Maquiavelo cuando, al final del capítulo décimo de El Príncipe, afirmaba que los habitantes de una plaza sitiada “tanto más interés tomarán en la defensa de su señor cuanto mayores sacrificios tuvieren hechos por él”. No es una actitud de ilimitado masoquismo ni una muestra (sólo) de fidelidad desprendida, sino el lógico sentir de los que se niegan a haberse esforzado en vano. Cuando se ha perdido mucho, se afronta mejor el riesgo de perderlo todo. Al jugador que se gasta en una noche nueve décimas partes de su fortuna, ¿quién le reprochará que apueste al cabo el diezmo restante? Esa es la razón de extenuantes sacrificios, de inauditas adhesiones, de conductas desahuciadas y de amores imposibles. Llega un instante en que detenerse, más que un acto de prudencia, es asesinar sencillamente el sentido de una vida. Uno prefiere el hundimiento al fracaso, el sentimiento de la perdición a la sensación de la pérdida. Inmolarse es lo menos que se puede pedir a quien ha hecho costumbre del sacrificio…
Pero el viejo humanista no aceptará esa respuesta para su caso, esa sutil (pero pedestre) interpretación. O la aceptará tan sólo como aledaña de otra más cierta. Es verdad que resiste en plaza sitiada por los enemigos, casi vencida por la penuria de los sitiados, por la muchedumbre de los sitiadores, pero ha empeñado su vida, no la ha perdido, en la denodada “defensa de su señor”. Él ha vivido, él ha gozado, él ha sentido, y la bandera humanística a la que sirve no sólo no ha matado esa vital disposición, sino que le ha aportado la ayuda y sentido necesarios. ¿Qué significa, por otro lado, vivir la vida?; ¿acudir a todas las citas, bailar en todos los pasacalles, ceder a todas las novedades y sumergirse ciegamente en el moderno río de la inmediatez? Eso no es vivir la vida; eso es ser devorado por ella…
(Publicado en MurciaEconomía, 2013)