Otros tiempos (mucho más libres)
Igual que La Clave de José Luis Balbín o los espacios teatrales de Estudio 1, las entrevistas que el inefable Soler Serrano hizo en el programa A fondo de RTVE durante los últimos años 70 –tras la muerte de Franco- deben ser hoy consideradas como verdaderas reliquias (reliquias, por cierto, accesibles a todos en youtube). El esquema del programa era sencillo: un entrevistador medianamente preparado, un escritor reconocido (nada de jóvenes promesas o fenómenos del momento en la cresta de la ola) con cosas que decir y el tiempo suficiente para decirlas.
No hace falta asegurar que el blanco y negro, la longitud del programa, el sobrio y sutil juego de las cámaras y el propio contenido cultural de este producto televisivo bajarían hoy los índices de audiencia hasta unos mínimos de récord, vergonzosos, inimaginables. La reacción de un televidente contemporáneo que topara con el programa en un ejercicio de zapping oscilaría entre el inmediato y soberano aburrimiento frente al prolijo discurso de un caballero ya entrado en años (en otras palabras: ¡un viejo!) y la chanza ante la actitud de ese atildado entrevistador que se muestra atento, respetuoso y hasta servicial para con su entrevistado. Sí, también nosotros, en aquellos tiempos, esbozábamos una sonrisa cuando el zalamero Soler Serrano llamaba “maestro” al escritor de turno, repetidamente y con devoción, pero sabíamos que ese calificativo, quizá algo anacrónico o ceremonioso, era legítimo y verdadero. Esa ceremoniosidad se juzga hoy ridícula, porque en la mezquindad igualitarista, en el resentido temor a una excelencia moral o intelectual que evidencia las faltas del que no las tiene, se opina que nadie merece ese trato.
Pero, a decir verdad, no serían tan solo el sopor y el ridículo las reacciones del público actual ante ese caduco horror televisivo. También levantaría una ola (quizá un tsunami) de indignación. Así lo advertí el otro día al ver la entrevista a Josep Pla. El anciano autor de El quadern gris, con su imagen bohemia y destartalada, no paraba de liarse cigarrillo tras cigarrillo (que un atentísimo Soler Serrano le iba encendiendo con solicitud), mientras, envuelto en nubes de humo, hablaba sin pelos en la lengua, no solamente de literatura, sino de algunos otros temas: la bondad y el sabor del tabaco que fumaba (fabricado expresamente para él), el placer que a diario le producía el alcohol (preferentemente el whisky), la despreciable naturaleza de la Cataluña oficial y del catalanismo oficioso, el arcano bello y desesperante de las mujeres…
De repente caí en la cuenta de que el anciano escritor hablaba en el medio televisivo con una libertad que hoy ha vuelto imposible la implacable dictadura de lo políticamente correcto. ¿Quién se arriesga en nuestros días a decir públicamente lo que piensa? No me refiero, evidentemente, a los políticos, a quienes la hipocresía se les supone y cuyo sueldo exige de hecho la mendacidad, sino a los intelectuales (si los hubiere), a los artistas, a los comunicadores, a los profesionales más distinguidos, a todos, en fin, los que viven del público. ¿Quién de ellos se atreve a ganarse el ostracismo o algo peor por decir realmente lo que piensa, quién se arriesga a morir sepultado por querellas y anatemas de ecologistas, de feministas, de nacionalistas, de asociaciones protectoras de niños, de animales, de presos, de inmigrantes, de indígenas y de agraviados étnicos, sociales o profesionales de toda laya y condición?
“Dichosa edad y tiempos dichosos” aquéllos en los que aún se hablaba de forma libre.
Publicado en el diario Las Provincias (9 Junio 2013)