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Ascetismo

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     “Hedonista” es la calificación habitual que los discursos moralizadores atribuyen como tacha a la sociedad contemporánea. Se trata, a primera vista, de una atribución acertada, aunque yo nunca utilizaría ese término, no porque el “hedonismo” -la actitud que persigue el placer como el máximo bien, convirtiéndolo en fin supremo de la existencia- no le cuadre como concepto a esta sociedad, sino porque esta sociedad no está a la altura histórica de ese concepto. No creo francamente que, en términos generales, las cotas de placer que en ella se alcancen sean demasiado altas, y sospecho que el afán de muchos ciudadanos estriba más en tratar de alcanzar los objetos que supuestamente les proporcionan placer que en disfrutar del placer real que les proporcionan tales objetos. Por lo demás, los goces que se buscan están hoy en día tan viciosamente enfangados en el narcisismo onanista de las redes sociales y en la supeditación psicológica al chisme digital que, más que expresión de autonomía y libertad personales, acaban siendo, con demasiada frecuencia, paradigma de adicción enferma y degradada esclavitud. En fin, todo muy legítimo, pero poca cosa, como vemos, para poder hablar de una sociedad verdaderamente epicúrea o hedonista…

     Pienso que sería más acertado hacer la crítica moral a esta sociedad en términos negativos: no por lo que supuestamente es –“hedonista”- sino por aquello de lo que sin duda carece. Y creo que la carencia moral más relevante de esta sociedad (en un grado de carencia infinitamente superior al de cualquier otra época) es su nula disposición al ascetismo, algo que la enfrenta radicalmente con las sabidurías tradicionales, sustentadas siempre en una (expresa o tácita) disposición estoica, dirigida a la limitación de los deseos, la discriminación de las necesidades, el control de las pasiones y, en definitiva, el conocimiento y auto-regulación de uno mismo. ¿Apuntaban, acaso, a otra cosa las virtudes cardinales de prudencia, justicia, fortaleza y templanza? El argumento de esta sabiduría ascética es bien sencillo: el inmoderado deseo de satisfacción de los deseos (de poder, de riqueza, de placer material, de reconocimiento social) es fuente segura de dolor y frustración, pues la capacidad de desear es infinita y la de disfrutar muy reducida, y el placer es tanto más grande cuanto más se limita el deseo a sus necesidades justas y naturales. Por lo demás, el secreto de la dicha relativa (ya que la dicha absoluta sólo ha de buscarse –como sabe muy bien la tradición religiosa- en la entrega total a la felicidad de los otros) está en emanciparse de todo aquello que no depende de uno mismo, manifestándonos libres y superiores tanto frente a las incontroladas pasiones internas como a las circunstancias adversas del mundo exterior.

     Ninguna sociedad ha rechazado estos reclamos de vieja y endurecedora sabiduría con la obstinación con que lo hace la nuestra, cuya identidad se centra, por el contrario, en el consumismo desaforado como designio de vida, la sentimentalidad como fuente de criterios morales y la extremada subordinación a la técnica como única aspiración en cuanto a la dirección del mundo. Todas estas prácticas y patrones anti-ascéticos tienen su fundamento en la superfluidad del exceso, e inhabilitan, por añadidura, a la sociedad contemporánea para cualquier proceso de reflexión y de autocrítica. ¿Quién puede oír algo (y sobre todo oírse) entre el griterío de las redes sociales y el maremágnum del mundo digital? El remedio estaría –pero eso es imposible- en un proceso radical de ascesis comunicativa, un cese de todo ruido, de toda perturbación externa, de toda palabrería, al más puro estilo del espíritu cartujo, cuya vieja y perdurable lección es que comunicarse verbalmente una vez a la semana es más que suficiente para la expansión del espíritu y para la vida activa y productiva de la comunidad. Todo lo demás es ocasión para el error y gasto inútil de saliva.

     Esta misma ascesis comunicacional debería extenderse a la sobriedad expresiva, un ejercicio imprescindible de control racional (un control que sólo puede darse, por cierto, en el animal humano y que lo distingue cualitativamente de las demás especies, simples esclavas de sus tendencias sensoriales y de sus instintos básicos). Hoy estamos en las antípodas de esta virtud; el llanto masculino, por ejemplo, pasa a considerarse, en los más influyentes foros mediáticos, como expresión privilegiada de plena humanidad: se postula y persigue que los varones lloren, y así se juzgan sensibles y confiables (¡gran error!; ¡y gran ignorancia la de no saber que nada se seca tan pronto como las lágrimas!). Mucho más afín a la sabiduría ascética era la norma –hoy tan vilipendiada- de que “un hombre no debe llorar” (por lo menos en público). ¡Qué lejos estamos de querer aspirar a aquella viril “igualdad en el semblante” que Jorge Manrique atribuía a su padre en las famosas Coplas y que apuntaba a la sobria imperturbabilidad exterior ante las alegrías y las penas, que era cualidad característica de la virtud estoica!

     Es, en fin, una lástima que seamos tan reacios- tan  impermeables- a esta sabiduría racional del límite, de la contención, que es, por añadidura, la más indicada para tiempos de crisis y de barullo como los que padecemos. Y es bien curioso que esta sociedad, sometida ovejuna y mayoritariamente a los dictados represivos de la opinión “correcta”, parezca tan dispuesta a querer asimilar todo tipo de prohibiciones físicas y mentales a la libertad personal de los individuos, y sea, en cambio, tan remisa para descubrir el tesoro de la renuncia ascética, una renuncia estratégica e inteligente, obviamente impuesta por uno mismo. Será porque la renuncia es un ejercicio grandioso de libertad personal y este ejercicio no parece encontrarse entre las virtudes y placeres predilectos de nuestro tiempo…

Publicado en el diario Las Provincias (22 septiembre 2013)