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El ‘acontecimiento’ de José Tomás

En un conocido ensayito taurino de 1951 argumentaba Tierno Galván que en España la tauromaquia no era un mero espectáculo, sino un verdadero “acontecimiento” nacional, que remitía a una determinada manera de concebir el mundo y a una histórica inflexión del alma hispana. Hoy esta noción de acontecimiento –que sigue siendo verdadera en la dimensión profunda, aunque no suele aplicarse a la tauromaquia de manera habitual- se utiliza, en cambio, para referirlo a un torero cuyas esporádicas comparecencias en el ruedo salen en los telediarios del día, enriquecen a las ciudades en las que se producen y atraen aficionados taurinos de todo el planeta (aunque también a gente frívola y mundana, esa que revolotea como mariposa de la luz ante todo aquello que le dicen que brilla).

Cada actuación de José Tomás en la última década tiene, en efecto, ese carácter mediático de “acontecimiento”. Es un fenómeno singular y extraño por muchos conceptos: sus inesperadas convocatorias, las condiciones bajo las que se realizan, el huidizo temperamento de su protagonista… Pero quizá su singularidad más curiosa es que un buen número de aficionados de rancio abolengo abominan de esas ocasionales epifanías tomasistas y sólo admiten su carácter de acontecimiento en el orden “social”, pero no ya en el “taurino”. Se jactan, por tanto, de no ir a verlo y sospecho que quieren que el torero fracase en cada una de sus apariciones. Esos aficionados, para curarse en salud, han diseñado una trayectoria tomasista de perfil inequívoco: una etapa inicial de un José Tomás auténtico, valioso y “verdadero”, hasta su retirada a principios del milenio; una segunda, más espectacular y entregada al riesgo, pero menos pura y dominadora, desde su reaparición en 2007 hasta la gravísima cogida de Aguascalientes; y finalmente una última década errática y mostrenca, sostenida por apariciones aisladas en España y en Méjico y justificada en viejos ardides de mercadotecnia, que consisten –dicho burdamente- en hacerse de rogar y desear para ser más estimado.

Esos aficionados –antiguos tomasistas despechados, la mayoría de ellos- van provistos de razones, no hace falta decirlo: que este decadente José Tomás no va a las ferias ni a las plazas principales, que no se mide con sus colegas de profesión, que elige los manejables ejemplares que lidia, que veta a los medios videográficos e impone condiciones a capricho… A tenor de todo ello, y aunque se sepa que el diestro de Galapagar no ha abandonado el cultivo íntimo de su profesión y torea y estoquea animales a puerta cerrada, lo rebajan a la condición de torero retirado al que apetece de vez en cuando matar el gusanillo, a la manera de esas viejas glorias de la canción que programan de vez en cuando un recital para seguir sintiendo el calor de sus fieles. Y lo acusan, por añadidura, de un pecado grave de omisión, al lamentar que desaproveche su tirón mediático para montar esos circos personales en vez de integrarse en un esfuerzo colectivo de impulso y defensa de la tauromaquia en estos tiempos difíciles.

Debo decir que, en buena medida, participo de estas quejas y razones, aunque no de las que cuestionan la entidad de su toreo en esta última etapa, en cuyos inicios se encuentra, por cierto, un hito deslumbrante que los impugnadores omiten con demasiado frecuencia (quizá porque su displicencia les llevó a no verlo): la encerrona de Nimes en 2012, que elevó a los cielos la condición de mito de José Tomás y el toreo a una suerte de sublimidad platónica. Sobre la arena del soberbio coliseo se desplegó una fastuosa y serena tauromaquia, que, además de la pureza y las agallas conocidas, fue un dechado de dominio, sensibilidad y cabeza. No debe ser fácil seguir toreando después de aquello. Aunque eso no invalida las razonadas críticas de los que censuran la descomprometida gestión de su carrera y su modo de actuar en esa última época. Sin embargo, habría que preguntarse por qué celebramos con honras especiales a los grandes toreros: ¿por su sensatez, por su implicación colectiva, por su visión política? Nunca un torero fue un héroe salvador ni la bandera de nada ni de nadie. Es el emblema máximo de la libertad individual (y por eso nos gusta). Por lo demás, y en cuanto a la supuesta finalidad mercantil del diestro de Galapagar, la cosa no queda muy clara, pues salta a la vista que ganaría más dinero toreando diez corridas al año en las principales ferias que haciendo lo que hace.

Hay muchas clases de toreo y de toreros (afortunadamente) y hay muchos tipos de carreras profesionales. Cierto que la suya es inexplicable, pero he pensado a veces que es una proyección extrema -y quizá enfermiza- de su forma de ser y de torear: un temperamento hermético, siempre alejado de la vida pública y del ambiente gremial de los círculos taurinos, y un toreo hacia dentro, que no parece hecho para el público, sino para sí mismo, y que nunca ha dado la impresión de rivalizar con nadie. Pero lo cierto es que ese toreo centrípeto, ensimismado, de José Tomás, que representa como ningún otro el recogimiento del torero ante el cornúpeta, es altamente hipnótico para el espectador, que asiste a cada una de sus actuaciones como si estrenara la emoción primigenia del enfrentamiento del hombre con la bestia.

José Tomás ha sido y es, en todo caso, un torero de época (en la línea trágica de la quietud belmontina y de la verticalidad estoica de Manolete). Eso nadie puede negárselo. Y el hechizo no ha calado sólo en el público, sino también en sus colegas de profesión. Su magisterio ha sido palpable en las generaciones siguientes, desde la inmediata de Alejandro Talavante hasta las ultimísimas: ¿en quién pensamos cuando Roca Rey se echa afarolada y ceremoniosamente el capote a la espalda para hacer un quite, o cuando contemplamos la colocación y el planteamiento de faena de un Tomás Rufo?

Hace unos días el diestro de Galapagar toreó 4 toros en Alicante, dos meses después de una comparecencia similar en la plaza de Jaén, los dos únicos festejos que toreará este año. Lo de Jaén fue un chasco por causa del ganado y dos fracasos seguidos podían hacer naufragar la exitosa fórmula de las últimas temporadas. Había por tanto una enorme y algo morbosa expectación. Si he de resumir mi impresión subjetiva (discutible y parcial, como la de cualquier otro), no me pareció el torero preciso y contundente que había pisado esa misma plaza hace seis años, ni el variado y arrebatado que vimos en Granada, antes de la pandemia. A despecho del triunfalismo sin matices de algunas crónicas, me pareció una actuación de menor calado, aunque J.T. sigue siendo desde luego ese torero que se pone en el sitio y que arriesga y lo da todo en cada lance. Toreó de verdad y dejó su huella: esas tres primorosas chicuelinas de derviche en la apertura del primer toro, ese fabuloso récord de naturales que llegó a hacerle al segundo -un bravo Garcigrande-, ese modo imperturbable (para quitarse el sombrero) en que reanudó la faena después del tremendo volteretón que le infirió el tercero de la tarde…

En fin, mientras el “acontecimiento José Tomás” siga atesorando contenido taurino además de resonancias mediáticas y sociales, creo que tendrá (si el protagonista quiere) su raro sitio –aunque no quizá su razón de ser– dentro de la surtida tauromaquia de que hoy disponemos y disfrutamos.

JAVIER GARCÍA GIBERT

Publicado en Avance Taurino nº 116, 30 de agosto 2022, págs. 15-18