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"UN HOMBRE QUE ESCRIBE"

     La sumaria descripción que del autor del Quijote hace Andrea, su hermana, con motivo de sus declaraciones en el proceso judicial que, con motivo de la muerte violenta de Gaspar de Ezpeleta en 1605, implicó a la familia de Cervantes, siempre me ha producido algo de inquietud: Miguel es descrito por ella como un “hombre que escribe, e trata negocios, e que por su buena habilidad tiene amigos”. El primer rasgo es admirable: “un hombre que escribe”; mucho mejor, más compulsivo y vocacional, aunque más modesto, que “un escritor”; menos profesional, pero más auténtico. ¡Un hombre que escribe! Pero… ¿qué es lo que escribe ese hombre? ¿Acaso ella, su hermana, lo sabía? Probablemente no. Para ella Miguel, su azacaneado hermano, era un hombre encorvado sobre una mesa, al que contemplaba de reojo mientras hacía labores de costura, trasladando al papel obsesivamente sus raras quimeras hasta altas horas de la madrugada. “¿Qué hace tu hermano?” le preguntan las vecinas; y ella responde, quizá suspirando con resignación: “Miguel escribe, no para de escribir”. Andrea no lo sabía, pero ese hombre escribía para nosotros, para el mundo entero, historias hondas y entretenidas, que lo han hecho inmortal.

     Pero son otros los rasgos que me desasosiegan. Miguel se define también, en palabras de su hermana, como alguien que “trata negocios y que por su buena habilidad tiene amigos”. De entrada yo hubiera preferido que la buena de Andrea trocase los verbos y las cláusulas: “un hombre que trata (a sus) amigos y que por su buena habilidad tiene negocios”. Una ideal prelación así me lo indica: primero, los amigos, después los negocios. Será por un resto, o un prejuicio, de hispánica hidalguía, pero me desagrada que Andrea anteponga que Miguel “trata negocios”. Para ella, su hermano con este rasgo  (que, afortunadamente para nosotros, viene después del “hombre que escribe”) se convierte, sin embargo, en un tratante-negociante, algo que a ella, mujer de familia, sin duda le interesaba mucho. No a nosotros, desde luego, que recordamos que Miguel dedicó el Quijote a los “desocupados” lectores como a sus receptores naturales. A los ociosos, no a los negociosos ni a los que andaban ocupados en compras y ventas de mercaderías, en márgenes comerciales y en intereses bancarios.

     Todos sabemos las actividades económicas de Miguel en los últimos años del siglo XVI y su trabajo de recaudador de impuestos por los pueblos de Andalucía -y ello quizá le sirvió no poco para conocer los secretos del mundo y los entresijos del corazón humano-, pero ¿es que a la altura de 1605, después de la experiencia de su encarcelamiento en Sevilla y de la dedicación en cuerpo y alma a la literatura, no había logrado quitarse la etiqueta que le atribuye su hermana? A juzgar por sus palabras parece que no, aunque siempre hay que entender que Andrea las dice en el contexto específico de ese proceso judicial, en el que la imagen de Miguel, según su prosaico entender, quedaba mejor parada si se añadía al sospechoso rasgo de “hombre que escribe” la imagen legitimadora de un activo y emprendedor ciudadano que se gana los cuartos como Dios manda.

     Pero también nos inquieta el tercer rasgo que Andrea destaca en el retrato de ese hermano “que por su buena habilidad tiene amigos”. ¿Tener amigos por habilidad? ¿Qué habilidades son esas? ¿Qué nube de sombra viene a incomodarnos con esas palabras? Los amigos se ganan por convicción y sentimiento, no por las “buenas habilidades”. El creador de tantas amistades consumadas (Timbrio y Silerio, Carriazo y Avendaño, Antonio de Isunza y Juan de Gamboa…, por no hablar de Don Quijote y Sancho) ¿pensaba acaso de otra manera? ¿O es que tal vez la buena de Andrea, por lo que pudiera tronar, quería trasladar a la justicia que su hermano Miguel no estaba desprotegido, que había sabido ganarse amigos e influencias a los que podía recurrir, si le venían mal dadas, en un momento como ese? Andrea no se lo contaba a sus amigas o vecinas, sino a un juez, un tal Villarroel, que provisoriamente los había encarcelado hasta que se averiguara lo que le había ocurrido a ese caballero al que habían herido de muerte misteriosamente en el portal de la casa de los “Cervantes”. Entra, por tanto, dentro de la lógica que, con un elemental sentido de autodefensa, Andrea insinúe que su hermano no es un cualquiera, sino alguien con contactos y capaz de proteger a él y a los suyos.

     Sea como sea, la sucinta descripción de Miguel que nos transmite Andrea es quizá más reveladora de su propia mentalidad y de las circunstancias delicadas del momento que un perfil ajustado, en expresión y matices, del autor del Quijote. Sin embargo, no deja de ser un jirón más de ese huidizo Miguel que se nos escapa y del que poco se sabe. Como ese joven seguidor de Jesús que, en el Evangelio de Marcos, huye desnudo al ser arrestado su Maestro, dejando como prenda la túnica que le cubre en manos de sus captores, Cervantes nos deja al marcharse una finísima y maravillosa capa de sabiduría, de comprensión, de humanidad profunda, que se extiende por toda su literatura. Enfundados en ella, nosotros siempre veremos en el Miguel huido aquello que Andrea –y sin duda al juez- le interesaba menos: “un hombre que escribe” por los siglos de los siglos. Para su disfrute y para el nuestro.