Superposición del sitio

Toros y fútbol

A la vista de tantas censuras y restricciones morales de corte antitaurino, se me ocurre plantear, para ver qué sale de ello, un brevísimo examen comparativo entre el fútbol y los toros, o sea, entre el máximo deporte planetario, aclamado por doquier, y la cuestionadísima “fiesta nacional” (aunque no sea una “fiesta” exactamente, sino algo distinto, y su evidente raigambre “nacional” requiera hoy en día ciertos distingos, aunque sólo sea porque la vecina Francia nos da en la actualidad sopas con honda en la defensa y organización del espectáculo).

He de advertir, en primer lugar, que nada de lo que se diga a continuación ha de entenderse en menoscabo del fútbol. Creo que es un deporte muy completo que por algo ha alcanzado el rango que disfruta: a la rapidez y agilidad de los jugadores y la pericia de cada uno con el balón se suma la capacidad estratégica del conjunto, y todo ello sobre el atractivo manto de la rectangular pradera. Pero no creo faltar a la verdad si también digo –empecemos por ahí- que es un espectáculo muy simple (lo cual también explica, no nos engañemos, su implantación universal). Pensemos que su máxima dificultades la sencilla regla del “fuera de juego” y que el único código visual que habría que explicarle a un extraterrestre es el de los dos colores normativos: la amonestación de la tarjeta amarilla y la expulsión de la tarjeta roja.

Todo ello aún se hace más cierto si lo comparamos con una corrida de toros (en la cual, para empezar, el presidente dispone de cuatro pañuelos de colores distintos). El espectáculo taurino ofrece, en efecto, para los aficionados una variedad extraordinaria de códigos y una infinidad de sutilezas y matices -no sólo específicamente taurómacos, sino de carácter ético, estético y espiritual- que quienes lo desconocen no son capaces de imaginar siquiera. Al margen de ello, su virtualidad simbólica, basada en el hecho de que lo que sucede en el ruedo tiene una semejanza profunda con lo que ocurre en la vida, resulta inabarcable, y una prueba evidente de ello es que no existe –con enorme diferencia- ninguna otra actividad que haya supuesto, como la taurina, una más rica y extensa aportación en léxico, en metaforización y en fraseología al idioma castellano.

Pero vayamos a las consideraciones morales. Los actuales gestores de la corrección política –en su proliferante vertiente animalista- consideran las corridas de toros como espectáculo indigno y éticamente nefasto, que obligaría a prohibir su acceso a los menores de edad (sí, esos menores que se pasan las horas hozando en la basura de los medios digitales). Sin embargo, nadie pone reparo –todo lo contrario- en que los padres lleven a sus hijos a los campos de fútbol, que no son precisamente escuelas de virtudes cívicas y morales. No hace falta recordar la nutridísima historia de violencias físicas y verbales para con los árbitros y las aficiones contrarias. Y es que el enfrentamiento, no sólo de los protagonistas, sino también del público, es una parte del espectáculo futbolístico, que tribaliza (y trivializa) a los espectadores y los convierte en fanatizada “masa”. En los toros, en cambio, los espectadores siguen siendo “pueblo” y cada uno es hijo de su padre y de su madre y hace gala –es verdad que a veces de manera presuntuosa y poco circunspecta- de juicio libre, intransferible y propio. Pero todos desean experimentar al unísono el triunfo del héroe que se mide a la fiera.

Porque además se trata de una experiencia singular y distinta. Nada tiene que ver la “emoción” taurina, auspiciada por estímulos éticos y estéticos, con la “pasión” futbolera, de carácter primario y sentimental. Es la pasión, no la emoción auténtica, lo que le hace levantarse del asiento al espectador de un estadio de fútbol (la alegría por un gol marcado o la indignación por el comportamiento agresivo de un rival o por la decisión de un árbitro). La “emoción” sólo está aquí en la incógnita por el marcador final, pero es bien distinta de la emoción mágica, integral, humana, que le hace a uno ponerse de pie en una plaza de toros. Porque lo que aquí nos conmueve, cuando tal cosa ocurre, es una pulsión de complicidad admirada con el ser que revive ante nuestros ojos, con sabor y coraje, alguna escena mítica y primigenia que luminosa y oscuramente nos representa.

¡Y qué diferencia con los ídolos de masas de la religión futbolera! ¿Puede acaso compararse la conducta del que ficticiamente se retuerce de dolor para engañar al árbitro con la del torero herido que, sin mirarse siquiera, sigue en el albero ocultando su daño y se exige el deber de acabar la faena? La simulación del dolor en el futbolista y su disimulación en el torero nos dan la medida de sus horizontes éticos y no hace falta dar más explicaciones. Tampoco la requiere el finalismo pragmático de la actividad deportiva. La proverbial declaración de cualquier futbolista o futbolero de que aceptarían ganar “en el último minuto y de penalti injusto” no tiene lugar ni traducción posible en el mundo del toreo, donde lo prioritario no es ganar, sino vivir –protagonistas y público- una experiencia humana memorable y verdadera.

Y, relacionado con esto, debería advertirse que el torero, a diferencia del futbolista (o del abogado, el vendedor, el político, el periodista) no puede mentir,porque todo el mundo –empezando por él mismo- puede ver su interior delante del toro, pues el traje de luces, como se ha dicho a menudo, lo vuelve transparente. La camiseta del futbolista no tiene ese atributo y sus besos al escudo no son fidedignos. Por lo demás, casi nunca nos dice nada interesante. El torero, sin embargo, tanto por la calidad de su experiencia profesional –jugándose la vida- como por la actitud con la que se enfrenta a ello, siempre dice cosas, aunque lo haga a veces torpe y premiosamente (y ello porque busca las palabras justas, significativas), y utiliza un lenguaje que está en contacto con sabidurías antiguas, que ya no se usan: verdad, sinceridad, búsqueda, hondura, sueño, pureza…

Porque esa es otra. Los toreros saben que su vocación taurina sólo cobra sentido en el tiempo histórico. Impensable en un matador de toros la completa ignorancia de un Fernando Torres, futbolista del Atlético y de la selección española, a la que dio con un gol su segundo Campeonato de Europa, cuando unos días antes de esa final le preguntaron si sabía contra qué país había ganado España su primer título, en 1964. La justificación de su desconocimiento no tiene desperdicio: “Es que yo ese año aún no había nacido…”. Ese tipo de ignorancia se me antoja imposible entre los toreros, porque su ejercicio se basa en un enorme respeto por la tradición y por todo y todos los que han existido antes de llegar ellos. A eso, en el fondo, se refería Lorca cuando decía de las corridas de toros que es “el espectáculo más culto que existe”. Y en eso consiste, en definitiva, frente a la común y rabiosa actualidad del fútbol, el bendito anacronismo del toreo.

JAVIER GARCÍA GIBERT

Publicado en Avance Taurino nº 105, 14 junio 2022, págs. 15-17