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Tolerancias y relativismos

     Cuando se censura, con toda razón, el relativismo de nuestro tiempo podría creerse que dicha censura surge necesariamente de un absolutismo moral o intelectual de carácter dogmático. Sin duda esto sucede en algunos casos, pero ello no es achacable a quienes lo hacen desde la tradición secular del viejo humanismo.

     Es bueno saber que para esta tradición no existen verdades en sentido estricto, sino más bien principios: de libertad, de responsabilidad, de equidad, de jerarquía. Los principios son fuentes precisas de actuación e interpretación, y surgen de dentro, mientras que las verdades son imposiciones dogmáticas que llegan de fuera. Lo que se denominan “verdades” en el viejo humanismo no son nunca postulados absolutos de carácter científico o filosófico, sino apuestas pragmáticas y existenciales que resultan útiles, nobles y adecuadas a nuestra condición ideal de seres humanos: que el bien existe y es mejor y más poderoso que el mal, que existe la belleza y que de alguna forma nos redime, que el hombre o la mujer justos tienen, al cabo y misteriosamente, su recompensa, que gozamos de libre albedrío y que cada cual es artífice de su fortuna. Esas son algunas “verdades” del viejo humanismo, aunque más que verdades en sentido objetivo –pues son indemostrables- constituyen, por así decirlo, “peticiones de principio” que dan sentido a la existencia y nos estimulan a la mejor acción.

     Y, sin embargo, esa vinculación tan relativa (tan inexistente, en último término) que tiene la vieja tradición humanista con la Verdad dogmática resulta ser radicalmente opuesta al relativismo moral que asola al mundo contemporáneo. Oponerse a la autoridad de un antiguo dogma es la excusa y pretexto de muchos para hacer de su capa un sayo, en lugar de asumir la exigencia de la libertad responsable. Los hombres más tramposos que he conocido son los que me han dicho: “tú tienes tu verdad y yo tengo la mía”; los más desahogados quienes aseguran que “ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos”; y los más peligrosos quienes proclaman que “las circunstancias mandan” o que “todos tenemos un precio”.

     Sí, claro, ¿quién va a negar los quiebros y visajes de la vida? Pero sobre estos lances no puede asentarse nuestra actitud moral frente a ella, ni puede eximirse la prerrogativa de nuestro libre juicio, que es hacer un ejercicio permanente de discriminación. Siempre he lamentado el denigratorio uso que se hace de este término en la actualidad, como si procediera de “crimen” en lugar de hacerlo, como es el caso, de “discernir”: es decir, de distinguir, de aquilatar, de enjuiciar. Refiriéndose a Demócrito, decía Cicerón en Las Tusculanas que, tras perder la vista, no había perdido nada de su sabiduría, pues “podía distinguir (discernere) claramente el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo honesto de lo vergonzoso, lo útil de lo inútil, lo importante de lo superfluo”.

     El negligente abandono de esta discriminación, de este discernimiento, desde principios sólidos y exigentes que también recaigan sobre uno mismo, es lo que caracteriza precisamente al relativismo contemporáneo, que viene acompañado en los últimos tiempos de esa supuesta virtud cívica –la máxima en el cuadro de honor de lo políticamente correcto- que es la “tolerancia”. Ya en los tiempos de creación de este concepto, la seriedad moral de Kant subrayaba la inconveniencia de elevarlo a principio ético universal (como resulta serlo hoy), advirtiendo sus feas connotaciones de dejación y condescendencia. Y bien conocido es lo que Karl Popper –nada sospechoso de rigorismo moral- denominó “paradoja de la tolerancia”, es decir, el hecho indubitable de que la tolerancia ante la intolerancia sólo consigue que, a corto plazo, ésta acabe con aquélla (¿hace falta recordar a Hitler?).

     Pero nos engañaríamos si creyéramos que esa tolerancia moderna, que resulta tan cómoda, tiene algún viso, aunque sea lejano, de honestidad ética, o proviene de algún sólido principio filosófico, aunque sea el del viejo escepticismo, porque se trata, en realidad, de una mera figuración conceptual (falaz donde las haya) del intolerante pensamiento ideológico de nuestros días, que se complace en estigmatizar todo lo que le parece políticamente incorrecto, animando a que se muestre contra ello “tolerancia cero”. ¿Y qué se sugiere con esta forzada expresión? Está muy claro: que, a pesar de que se es extremadamente tolerante, como toca a una sociedad “progresista” y “moderna”, esa bendita tolerancia ha de quedar suspendida ante ciertas cosas y maneras de pensar que, por el bien del progreso, no se pueden permitir. Cazadores, domadores de elefantes, sexistas declarados, fumadores compulsivos, clientes de prostitutas, españoles orgullosos de su historia y tradiciones, defensores sin complejos de los principios básicos de la civilización occidental… se convierten en víctimas propiciatorias de esta nueva intolerancia, tan sectaria y dogmática como las otras, aunque mucho más tramposa: la de los grandes y buenos “tolerantes” de la “tolerancia cero”.

2014