Templos vacíos
Poco se repara en una observación común del paisaje urbano -y rural- de nuestro tiempo: las iglesias están cerradas, y las pocas que permanecen abiertas están vacías, o prácticamente (y a nadie se le escapa, en este último caso, la edad provecta de los escasos fieles –sobre todo “beatas”- que están en ellas). Sí, es verdad, hay horas, días, solemnidades…, pero ya saben ustedes a lo que me refiero. Sin ser yo creyente, este paisaje ruinoso no me conforta, y esta sorprendente menesterosidad de un ámbito que durante siglos fue tan poderoso –y aún lo es simbólica y económicamente- no me parece halagüeña, como les parecerá a muchos, sino desoladora. E imagino que tendría que preocupar –y mucho- a los que sí que creen, y desde luego a los propios gestores eclesiásticos, aunque sea por razones puramente prácticas: a la vista de la falta de vocaciones y del alarmante envejecimiento del clero, ¿quién gestionará dentro de veinte años tan inmenso patrimonio? Pero lo cierto es que muchos fieles parecen afrontar la situación con un para mí inexplicable optimismo, plenamente convencidos de que la “nave de la Iglesia” jamás naufragará. Sin duda es la fe lo que está en el origen de ese dictamen.
Aunque yo no la tenga, siempre me ha interesado la tradición religiosa judeo-cristiana como enorme pilar de nuestra cultura (hace unos años publiqué un libro de ensayos sobre “literatura bíblica”, donde reivindicaba los valores literarios y humanísticos de aquella tradición). Al no ser creyente, contemplo quizá la disolución religiosa de otra manera, como un fenómeno sintomático de la perdición cultural y espiritual de nuestra época, que no se circunscribe, por supuesto, al mundo católico: la descreencia es un fenómeno creciente y generalizado que en la actualidad afecta, salvo al islamismo, a todas las religiones, tanto de Oriente como de Occidente.
No creo que este fenómeno deba ser considerado como un signo de progreso. Creo que el sentido religioso es un elemento constitutivo –y constituyente- en nuestra naturaleza, y no ese sarampión que afectaba a la infancia del ser humano y del que por fin se ha liberado la humanidad madura y avanzada, como imaginaban los ateos positivistas del siglo XIX (y como siguen pensando –decimonónicamente- los ateos de hoy). No. La religión –como la filosofía, la literatura, el arte- son expresiones nobles y genuinas del espíritu del hombre, ventanas abiertas a la claustrofobia del alma, que, como enseñó Platón, se siente presa y afligida en la (im)pura materia. Por lo demás, la existencia o inexistencia objetiva de Dios es, desde esta perspectiva antropológica y cultural en la que nos situamos, una cuestión menor. Comparto en este punto el sensato dictamen del gran filósofo pragmático William James: Dios es real desde el momento en que ha producido y produce efectos reales a lo largo de la historia.
Pero hay buena y mala religión, como hay buena y mala filosofía, literatura o arte. Creo que no estamos en un momento especialmente valioso en ninguno de esos frentes. En lo que toca a la religión católica, mi impresión es que ésta gestiona en la actualidad de la peor manera el mejor mensaje de que es depositaria. Es incuestionable que la Iglesia ha realizado a lo largo de los tiempos una labor enorme –y a menudo meritoria- de impostación teológica e institucional (digo impostación, no digo impostura) a partir del prístino y revolucionario mensaje de Cristo, pero lo cierto es que hoy no raya a su mejor altura y no consigue transmitir su mensaje de forma genuina y sugestiva. Como decía hace ya unas décadas Émile Cioran –ese ateo tan religioso- ahora ya “bostezamos ante la cruz”. ¿Cómo es posible que una creencia que, en sus orígenes, fue tan hechizante y liberadora tenga tan escasa capacidad de convocatoria para los buscadores espirituales de nuestros días?
Si consideramos qué es lo que ofrecía la doctrina de Cristo a sus seguidores de los primeros tiempos, vemos que era una apuesta radical por la libertad interior, mediante la cual –al margen de orígenes y adscripciones sociales- el pueblo llano se veía capaz, por primera vez en la historia, de ser protagonista de una aventura heroica en el terreno del espíritu. Porque el cristianismo era una extremosa épica moral que nada tenía que ver con el posibilismo ético judío ni con la prudente y racional ética clásica. Era una moral para los más fuertes, para los más valientes, para los más libres. Siempre me ha parecido enervante, debilitadora, y en último término, equívoca y fallida la bienaventuranza evangélica de Mateo a los “pobres de espíritu” para postular la necesaria humildad antifarisaica (Lucas, tal vez, se apercibió de ese peligro cuando se refirió simplemente a los “pobres” en su versión de las bienaventuranzas). Pues ¿cómo atraer a los espíritus más valientes y animosos aludiendo a su pobreza?
Lo cierto es que se malentienden a menudo los presupuestos básicos de la extremada conducta original cristiana: amar a los enemigos o poner la otra mejilla no son, por ejemplo, manifestaciones de debilidad o de masoquismo, sino de íntima superioridad espiritual, de libertad y de independencia absolutas: significa liberarse de las cadenas invisibles que nos hacen esclavos de los actos e intenciones de los otros, subsidiarios y reactivos de una ajena iniciativa, para convertirnos en sujetos de una acción autónoma propia. Esto es lo que, a mi juicio, debería seguir facilitando la Iglesia a los seguidores de Cristo: la capacidad de ser interiormente libres. Claro que entonces la Iglesia católica estaría cavando su propia tumba…
En algunos lugares de sus escritos el dimitido Benedicto XVI sugería que la Iglesia tendría que olvidarse de cualquier ambición cuantitativa y centrarse en un pequeño y selecto “rebaño”. Era el sueño clarividente de un filósofo -que es lo que ese papa, en realidad, era-, pero se trata de un sueño poco o nada compatible con el enorme aparato y la dinámica histórica de la Iglesia. He pensado mucho en la trágica abdicación del viejo Ratzinger, cuyo drama –hamletiano- es el del intelectual que se sabe apremiado para una acción contundente y justiciera que no consigue, sin embargo, identificar con su propio destino. Su vulgarísimo sucesor no tiene, desde luego, ese problema…
Pero no sé… Quizá me estoy metiendo donde no me llaman, porque yo no pertenezco a ese club.
Publicado en el diario Las Provincias (5 diciembre 2013)