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Tauromaquia y lentitud

Creo que es precisamente el anacronismo de la tauromaquia uno de los mayores atractivos que hoy mismo atesora este singular espectáculo y no sería extraño que acabara siendo un poderoso enganche para el creciente número de ciudadanos que no asumen el trágala de lo políticamente correcto y que están hasta los dídimos del puritanismo autoritario de la ideología woke. La tauromaquia es, en todo caso, por utilizar un término taurino, un espectáculo “a contraestilo” de la época y puede suponer una rememoración saludable de hábitos perdidos y de virtudes olvidadas. La virtud de la paciencia, por ejemplo, y el hábito de la espera y de la percepción atenta y continuada de las cosas.

Es esta una época (o más bien una “era”: la era digital) que, ayuna de vuelo y profundidad, parece perseguir la sobreestimulación constante con el objeto de olvidar el sinsentido, la artificialidad, el vacío de las almas. La permanente huida de la banalidad existencial conduce a la búsqueda ininterrumpida de engañosas novedades (“contenidos” nuevos -se dice en la red-, aunque en realidad son simples e intercambiables “formas”) mediante la proliferación de recursos que proporcionan rápidos y sucesivos estímulos –ni siquiera goces- para liberar dopamina, serotonina o lo que diablos sea entre sus usuarios y mantener alejada la insoportable sensación de absurdo general. La cultura del scroll y del swipe (deslizar y pasar a otra cosa), del zapping, del tuit, del tik-tok… Discontinuidad, elipsis, capricho, fragmentación… La intrascendente descarga instantánea y la voluntad de tenerla ya, en lo que se dice un click.

Las corridas de toros nos colocan en una tesitura completamente distinta. Todo en la tauromaquia es lento, porque la liturgia, la ceremonia, el sacrificio artístico y ritual, piden lentitud, porque sin lentitud no hay solemnidad ni hay profundidad en cosa alguna: lentitud para enfundarse el traje de luces, para anudarse el capote de paseo, para ajustarse la montera, para hacer el paseíllo. Y lentitud, por supuesto, en el juego taurómaco: lentitud al aproximarse y alejarse del toro, lentitud al entrar o salir de la suerte y lentitud en los lances propiamente dichos. No otra cosa es la gracia del temple, ese crucial concepto taurino, que es el arte de acompasarse con el toro, pero tratando siempre de atemperar, de ralentizar, de lentificar el tiempo de la embestida.

Templar, se templan las espadas (para darles el punto preciso de dureza y elasticidad) y se templan los instrumentos musicales (para que adquieran el tono adecuado); y templanza es una vieja virtud que consiste en saber dominar las pasiones. Todos estos procesos y operaciones -calentar y enfriar, estirar y soltar, ajustar y moldear las cosas- no se hacen a golpes ni bruscamente. Requieren su tiempo. Como el torero con el toro. “Festina lente” (= apresúrate despacio) decían en latín los clásicos para conjugar el equilibrio necesario entre la presteza de la acción y la calma de la reflexión. También la sabiduría popular lo sabe: “vísteme despacio, que tengo prisa”, o “las cosas de palacio van despacio” (que no es una censura por las dilaciones de la burocracia, sino un requerimiento a no ser acucioso en lo que de verdad merece la pena).

El buen aficionado se hace experto en ese arte, en esa sensación. Sabe que la celeridad es mala consejera tanto para el acierto como para la elegancia. “Las prisas son para los delincuentes y los malos toreros”, dice un viejo dicho taurino (oportunamente recordado por Paco Rabal en aquella “su” inolvidable serie televisiva). El taurófilo valora, por lo tanto, la despaciosidad con la que se desarrolla el juego entre el toro y el torero y paladea la eternidad sublime del efímero instante en que, como suele decirse, se paran los relojes. Pero eso no ocurre más que de vez en cuando y por ello el aficionado taurino no sólo se acostumbra a disfrutar cuando ocurre sino también a ejercitar la virtud de la espera hasta que eso ocurra. Me gusta mucho ese gesto imperativo que hace El Juli con la mano reclamando la paciencia del respetable cuando ha visto posibilidades en un toro que no parece que las tenga (y me gusta, obviamente, porque, cuando lo hace, la mayoría de las veces lo mete en el canasto).

 La lentitud en el toreo también se refiere, por tanto, a la paciencia para saber esperar. Porque lo bueno se hace esperar. A Curro o a Paula sus incondicionales les esperaban durante meses -o durante años- y la intensidad del deseo diferido guardaba proporción con la extensión del recuerdo que dejaba cuando la ansiada epifanía se producía. Porque la espera en sí misma tiene su punto, y esa es otra de las experiencias de los taurófilos. La expectativa ante las corridas de toros tiene algo de mágico y se parece bastante a la emoción de un niño la noche de Reyes, algo que de adulto uno rememora con mucha más nostalgia que el hecho material de encontrar los regalos al levantarse.

El conocido crítico y ensayista francés Roland Barthes, que admiraba, por cierto, la capacidad simbólica y el sentido trágico de la tauromaquia y que consideraba al teatro griego y a las corridas de toros como los dos grandes “espectáculos solares” de la cultura de Occidente, introdujo este brevísimo cuento sobre “La espera” en su libro Fragmentos de un discurso amoroso: “Un mandarín estaba enamorado de una cortesana: ‘Seré tuya (le dijo ella) cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana’. Pero, en la nonagésima novena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va”. El aficionado a los toros entiende este cuento. Pero no se va, sino que se queda. Porque lo cortés no quita lo valiente y… ¿qué sería de los Reyes Magos si no hubiera regalos que probaran su existencia? Regalos como esas lentísimas medias verónicas (que a día de hoy aún no han terminado) de Pablo Aguado a sendos toros de El Pilar en la reciente feria de San Isidro…

JAVIER GARCÍA GIBERT

Publicado en Avance Taurino nº 157, 13 de Junio 2023, págs. 15-18