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En este breve estudio trata de explicarse la singularidad del genio trágico de Shakespeare, a quien se concibe como un espíritu libre y asombrosamente desasido de los condicionamientos culturales y contextuales que afectaban a los otros ingenios de su época.
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El ensayo se centra en la evolución cronológica de la obra trágica del dramaturgo isabelino, empezando por la pasión amorosa de Romeo y Julieta y Antonio y Cleopatra. Se destaca lo que estas primeras obras tienen aún de mimetización voluntaria del género clásico, pero también de expresión emblemática de una idea a la que es ajena por completo la tragedia griega: la pasión amorosa. Esta idea ya estaba, sin embargo presente en una tragicomedia española de finales del período medieval –La Celestina– y con ella se establecen las concomitancias oportunas.
Sin embargo, la pasión amorosa no va a ser, desde luego, en la obra de Shakespeare la pasión trágica fundamental, que será una desgracia más honda, más íntima, y que afectará a la propia sustancia intransferible de cada individuo. Ello dará lugar al nacimiento del héroe trágico moderno, ya por completo representado en los personajes de Bruto (en Julio César) y de Hamlet. Se tratará de un héroe que no es un héroe a la manera clásica, desgajado del curso de las cosas, sino un héroe ya escindido, sometido a la duda y a la vacilación perpetuas y abocado a la perplejidad ante el espectáculo de los demás y de sí mismo. La tragedia dinámica, de acontecimientos, cede así paso a la tragedia estática del hombre moderno, que descubre en sí mismo la condición trágica, de manera ínsita y permanente.
Pero llevando un paso más allá esta cruda realidad Shakespeare aplica su genio a una labor minuciosa de demolición de todas las certezas que era capaz de suscitar, más allá del individuo aislado, la cultura humanística. Yago en la tragedia de Othelo y Lady Macbeth son los agentes paradigmáticos de esa disolución, con la misión de inficionarlo todo, de generar desconfianza y sospecha hasta en los lectores o espectadores mismos. Y ni siquiera los habituales discursos consolatorios tienen cabida y eficacia –como sí ocurría por ejemplo en las dramas calderonianos- para curar la herida irrestañable, y así lo comprobamos en las desesperaciones terribles del rey Lear, de Ricardo III, de Coriolano, que son analizadas en el penúltimo capítulo del ensayo.
En el último se analiza el testamento literario de la dramaturgia de Shakespeare: La tempestad. Bajo la especie inocente de un cuento de magia el genio se despide con un juego de manos, y lo hace incólume y triunfante bajo el alter ego de su personaje Próspero. Sin embargo, en esa misma obra quede bien claro que el mundo sigue siendo inmundo para el dramaturgo inglés y que es cruda y sombría la opinión que le merece.