Hombres de dos eras
Allá por los años 60 y 70 del siglo pasado, que alumbraron mi infancia y primera juventud, las líneas del progreso científico y tecnológico no estaban ayunas de emoción humana: carrera espacial, descubrimientos galácticos, viajes interplanetarios, persecución de vida inteligente fuera de la Tierra, robots y androides a nuestro servicio… Ese era el futuro que parecía esperarnos antes de acabar el siglo y el milenio; como rezaba el título de la célebre novela de Clarke, llevada a la pantalla por Stanley Kubrick en 1968: 2001, una Odisea del espacio… Y, verdaderamente, lo que parecía esperarnos no desmerecía en nuestra imaginación de la “Odisea” aventurera del propio Ulises.
La tecnología no mataba la aventura sino que la elevaba a su máxima potencia. Cabía el misterio: ahí estaban, sin ir más lejos, los persistentes avistamientos de OVNIS (“objetos voladores no identificados”, lo digo para ilustrar a los más jóvenes, que acaso no han oído hablar siquiera de ellos). Cabía el peligro: perderse en el espacio, o ser invadido por extraterrestres… Y cabía, por supuesto, el impulso romántico del viaje a lo desconocido. Pero también un hálito inevitable de trascendencia, en todas las acepciones posibles del término. A medida que el hombre parecía más pequeño en el espacio infinito, sus aspiraciones y sus proyectos le hacían más grande…
¿Quién podía sospechar que ese futuro inquietante, pero movilizador, cambiaría de la noche a la mañana? Algún accidente desastroso con lamentable pérdida de vidas humanas, la casi insoportable carga económica de los proyectos, la dificultad de alcanzar nuevas y espectaculares metas a corto plazo, la “caída del muro” y, con ella, la desaparición de la rivalidad entre los bloques por la conquista del espacio… Todas estas razones podrían argüirse para explicar lo que pasó. Pero lo cierto es que en los años 80 el signo de la utopía tecnológica estaba dando un vuelco. Y al traspasar el milenio sucedió algo sorprendente (y significativo): las ideas y sentimientos apocalípticos que era esperable que proliferaran ante el advenimiento del año 2000 no comparecieron en absoluto. Nadie dirigía su mirada hacia los cielos (o hacia los “pecados” de la tierra), todos estaban mirando la hinchazón creciente de sus cuentas bancarias y las maravillas que pudieran salir de sus incipientes pantallas o pantallitas telefónicas o informáticas.
Mi generación, sobrepasada y perpleja, ha asistido, efectivamente, a un cambio de era, de la que algunos nos sentimos víctimas y otros se sentirán beneficiarios. La aventura espacial del pasado siglo –ahora lo vemos- aún pertenecía a una era anterior a esta era digital. Tanto la aventura espacial como la convulsión digital son ciertamente revoluciones “tecnológicas”, pero aquélla condice con un ser que busca, que se arriesga y que sueña todavía con el infinito, mientras que ésta sólo aspira a encontrar sin riesgo (siempre con la ayuda de algún GPS) y a hundirse en una plétora de información inútil, que no es sino la muerte del conocimiento por indiscriminación y de la sabiduría por aplastamiento. Por lo demás, la era digital ya no sueña con llenar nuestras vidas de rumbo y sentido, sino con alargar hasta el límite la finitud pelada de la existencia, poblando el mundo de centenarios (¡Dios nos libre de la vida decrépita!). En fin, desaparecidos los sabios, los filósofos, los místicos, los artistas de verdadero fuste, en la actualidad los héroes científicos ya no son siquiera, como hace medio siglo, los intrépidos astronautas o los sabios astrofísicos, sino los ingenieros bio-genéticos e informáticos.
Sea como fuere, nunca ha resultado más verdad que ahora aquello que decía hace casi un siglo el preclaro Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: “el hombre hoy dominante es un primitivo, emergiendo en medio de un mundo civilizado”, es decir, un bárbaro que lo ignora todo sobre la gran cultura que ha posibilitado esa civilización hiper-tecnificada, de cuyos instrumentos él disfruta a la manera inconsciente y caprichosa de un niño mimado.
Nada refleja más gráficamente esta idea que la soltura con que el encorbatado ejecutivo, el atolondrado adolescente o la bella de plástico utilizan los refinadísimos chismes digitales de la última generación. Adminículos super-tecnológicos no destinados a la reflexión, sino a la dispersión, no a la introspección o a la comunicación profunda, sino al chismorreo y al exhibicionismo. En las redes sociales -esa tela de araña confusa, narcisista y peligrosa- lo banal y lo superfluo han encontrado su verdadero trono. He pensado, por cierto, muy a menudo la impresión tan diferente que produce contemplar a un hombre o una mujer leyendo un libro, o bien enfrascados manipulando su móvil: en el primer caso, la sensación es de hondura y dignidad; en el segundo, de una vana exacerbación compulsiva que recuerda más bien al macaco onanista.
Pero, a pesar de estar definitivamente fuera de juego, creo que los hombres pre-digitales de mi tiempo histórico pertenecemos a una generación privilegiada: hemos conocido el mundo como era antes, como ha sido siempre, y estamos asistiendo a lo de ahora.
Quien vivió de niño, por ejemplo, en un pueblo español de los años 60 ha visto a las mujeres lavar en el río, pulular por doquier rebaños de ovejas, tener las casas cuadras y corrales llenos de animales que no eran “mascotas”: patos, gallinas, conejos… y por supuesto grandes cuadrúpedos (burros, caballos y mulas) para montar sobre ellos y labrar la tierra. El herrero herraba a las bestias a la vista de todos en el zaguán de su casa y el alguacil iba por el pueblo con su trompetilla anunciando a los lugareños los avisos pertinentes. El cartero buscaba al vecino para darle en la mano alguna carta o tarjeta que alguien le había escrito hacía varios días. Con el buen tiempo, la gente charlaba al atardecer sentada a la puerta de sus casas. No había prisa. Tampoco había turistas ni veraneantes, pero sí llegaba al pueblo de no se sabe dónde, con sus carromatos (motorizados o no) de dos o tres o cuatro ruedas, un ejército a goteo de bienes y servicios: afiladores, vendedores de telas, de perfumes, de productos de limpieza, de aperos agrícolas…, y charlatanes varios, de toda condición. En las fiestas, incluso, venían los artistas a montar un espectáculo en la plaza del pueblo.
¿No era esto, en sustancia, la vida en la Edad Media? ¿Y no podíamos imaginar perfectamente cómo se vivía en el “mundo antiguo”? Toda la Historia estaba a nuestro alcance experiencial. Pero también nos sentíamos descendientes legítimos del mundo moderno: desarrollo económico y televisión, naves espaciales y teoría de la relatividad, trasplantes de corazón y bombas atómicas. Éramos seres de largo recorrido y teníamos presente la evolución histórica desde los tiempos antiguos, tradicionales, hasta los tiempos modernos, que eran los nuestros. Pero, al franquear el siglo XXI, se produce un corte decisivo: el paradigma cambia, el salto se produce, la evolución se detiene. Para los que tienen menos de 40 años la vida de ahora vuelve inexplicable, por deficitaria, la que había antes: ¿vivir sin móvil y sin wasap? ¿sin estar enredado en las redes sociales? Absurdo, imposible, inimaginable.
Los individuos de mi generación -que demediamos nuestra existencia, querámoslo o no, entre el siglo XX y el siglo XXI- somos hombres de dos eras. No cabe duda de que, en lo tocante a las cosas y la forma de vida del nuevo milenio, somos mucho más torpes que las generaciones de individuos plenamente digitales. Eso nos vuelve algo melancólicos. Pero no es menos cierto que gozamos sobre ellos de una perspectiva infinitamente superior. Eso nos vuelve bastante más sabios.
Publicado con el título “Hombres digitales” en el diario Las provincias (9 junio 2013)