Superposición del sitio

Hablar de toros

A Unamuno le desagradaban las corridas de toros, aunque, contra lo que se dice a menudo, no era un odiador de la tauromaquia en sí misma e incluso veía en ella algunas valiosas lecciones morales, pues consideraba que “es de todas las bellas artes (…) la que mejor prepara el alma para la debida contemplación de las grandes verdades eternas de ultratumba” (y eso de aprender a afrontar la muerte no es cosa baladí: a juicio de Sócrates era el máximo fin de la filosofía). Pero lo que Unamuno censuraba repetidamente era el tiempo y energías que los aficionados dedicaban a recrearse en el asunto y el hecho de que estuvieran media vida hablando de ello: “Me explico que haya quien goce con las emociones de una corrida y busque en la plaza un drama vivo, sin engañifas; pero lo que no me explico es que haya quien se pase días y días comentando una suerte de toreo o los méritos de tal matador…”. Y en el Prólogo a Niebla llega a considerar las conversaciones taurinas como “colmo y copete de la estupidez”.

Siempre me ha sorprendido bastante esta incomprensión del pensador bilbaíno, que puede achacarse al efecto concurrente de un par de causas: la inexistencia de la afición y la carencia de la imaginación. De ambas cosas andaba sobrado Ortega y Gasset, que se congratulaba de que la tauromaquia diera mucho que hablar, constatando que la conversación taurina es “la cosa que ha hecho más felices a mayor número de españoles” e imaginando “el hueco enorme” que se abriría si se eliminaran de la vida española “las discusiones sobre asuntos taurinos”. Galdós, que no tenía afición, pero sí una fecunda imaginación que combinaba con sus extraordinarias dotes de observación realista, pergeñó en su novela Ángel Guerra (Parte II, cap. IV,3) una modélica escena en la que el protagonista y otros cinco personajes (un capataz, un labrador, una cocinera, un pastor y un viejo lobo de mar) refieren de noche al amor del fuego sus respectivas experiencias (o fantasías) taurinas. “La conversación se animaba hasta el entusiasmo cuando recaía en asunto de toros…”, escribe Galdós al comenzar esa escena, insinuando a lo largo de la misma que algunos de esos personajes exageraban las proezas vistas o experimentadas en ese terreno.

Y es que la tauromaquia es un arte emocional y, por lo tanto, la emoción se desata cuando se habla de toros; y no sólo se desata sino que se exacerba. Las proverbiales hipérboles de los pescadores parecen a veces quedarse pequeñas ante las exageraciones del que ha sido testigo de eventos taurinos, y más todavía cuando aún no existía testimonio gráfico de ellos. Eso es cosa sabida, y viene de antiguo. En Los toros de Alcalá, un divertido entremés costumbrista de Juan de la Hoz, fechado en 1714, dos ciegos acuden a un festejo y, ante el asombro de los circunstantes por su presencia, explica uno de los invidentes que les gusta el ruido y el ambiente festivo del espectáculo, pero añade: “Demás de que donde hay toros / cuentan, por encarecerlos, / tales mentiras, que es más / gusto el oírlos que el verlos”.Aunque esas desajustadas apreciaciones no sólo ocurren entre los advenedizos, sino también entre los entendidos y los profesionales, que en puridad deberían valorar con objetividad y distancia lo que pasa en el ruedo. Y ¿no tenemos a veces la impresión, cuando leemos las crónicas taurinas de un festejo al que hemos asistido, que hemos contemplado una corrida distinta a la que ha visto el cronista? Esto nos lleva a tomar lo que nos cuentan con unas gotas de escepticismo. ¿Dio realmente Juan Belmonte en su última novillada en Madrid las celebérrimas “cinco verónicas sin enmendarse”, tal como celebró Don Modesto en una crónica entusiasta el 13 de Junio de 1913? Ningún otro cronista nos habló de ellas… Tal vez Belmonte se enmendó un poco, o los lances sólo fueron cuatro en vez de cinco. ¿Quién puede hoy saberlo? 

Pero volvamos al asunto. Los espectáculos taurinos parece que piden ser comentados y compartidos. Uno puede ir al teatro o al cine solo, sin compañía, y no hay una merma sustancial en su disfrute. Pero estar a solas en una plaza de toros es cosa triste porque uno no puede desahogar sus emociones (buenas o malas) ni contrastar lo que está viendo y sintiendo con alguien de confianza. Aunque, en realidad, eso no es lo que se entiende por “hablar de toros”, sino comentar in situ la corrida. Eso está muy bien, pero hablar de toros no es valorar con un acompañante lo que sucede en el ruedo, ni menos aún radiarlo en voz alta como algunos pesados en el tendido, sino hacerlo después, rememorándolo con otros, ponderando, enjuiciando, interpretando y seguramente abandonándose a la impresión ya filtrada por el tamiz del recuerdo. Y el panorama que se abre es infinito: el comportamiento y evolución del toro, la disposición del torero, su estado de ánimo, su pericia lidiadora… y por supuesto la calidad de aquel lance, de aquella estocada, de aquellas banderillas, de aquella serie arrastrando la muleta por el albero, de la profundidad de aquel natural, de la torería de aquel trincherazo, de la sutileza de aquellos delantales o del ajuste airoso de aquellas chicuelinas.

Pero se puede hablar de muchas otras cosas rememorando una corrida, al margen de los lances propiamente taurinos: de la condición de los bureles, de los trajes de luces, del ambiente de la plaza, del comportamiento del público, de la presidencia… Y también, por extensión, de la tauromaquia en general: de su estado actual, de las figuras antiguas, del transcurso de la temporada, del escalafón de los toreros, del estado de cada uno en particular, de la organización y carteles de las ferias… ¡Pues no hay cosas de qué hablar, si nos ponemos a ello! De ahí la abundancia de peñas taurinas y la inveterada existencia de tertulias de toros. ¿Y cómo ocultar que el placer aumenta cuando se habla del asunto ante una mesa bien surtida y una copa de buen vino?

Sólo una conversación sobre toros resulta a mi modo de ver impertinente y ociosa y, por ello, me parece lo mejor no tenerla en ningún caso: aquella que mantiene el aficionado con el militante antitaurino. Y no es sólo porque el asunto convoca una mezcla heterogénea de motivaciones racionales y sensibilidades subjetivas que no se pueden deslindar, sino porque apunta en último término a una manera “humanista” o no humanista (y a menudo animalista) de ver las cosas, y esa diferencia –que es abismal- sobre la percepción del mundo y del ser humano no puede resolverse en el seno de un diálogo. Aunque, a decir verdad, eso es casi una regla general para las discusiones sobre cualquier asunto. Pues ¿conocen ustedes alguna discusión en la que alguien haya convencido a alguien de algo?  

JAVIER GARCÍA GIBERT

Publicado en Avance Taurino, nº 266, 15 de Julio de 2025, págs. 16-20