EL ESTIGMA ZWEIG
Cuando aún había libros en los hogares de la clase media, los jóvenes “intelectuales” de mi generación (todos invariablemente progres y melenudos), con la insolencia de la edad, ignorábamos displicentes, por inanes o reaccionarios, muchos de los volúmenes que constituían las bibliotecas familiares. Libros como Hambre de Knut Hamsun, El Doctor Zhivago de Boris Pasternak, Climas de André Maurois, El filo de la navaja de Somerset Maughan, El malvado Carabel de Fernández Flórez, Quo Vadis de Herik Sienkievicz o las Historias del Padre Brown de G. K. Chesterton, por citar sólo unos cuantos, eran entrevistos con altanería por nuestros ojos, ahítos de volúmenes de mayor enjundia, osadía técnica o compromiso político. Entre esas obras preteridas o, con más certeza, despreciadas por la incuria y la ignorancia de nuestros años mozos, estaban, por supuesto, las de Stefan Zweig, a quien intuíamos, sin conocerlo más que por los lomos de sus libros, un biógrafo aburrido, un prescindible ensayista burgués y un novelista facilón (cuyos relatos, dónde va a parar, serían mucho menos interesantes que Rayuela de Cortázar, La madre de Gorki o los Trópicos de Henry Miller).
El tiempo no sólo arruga, debilita o encanece; también aporta sabiduría. Hoy Zweig, en cierto modo, representa para mí el paladín más ajustado de toda aquella literatura que poblaba vanamente –a nuestro sentir de entonces- los anaqueles de las bibliotecas paternas. Una cultura honda y perfectamente digerida, una curiosidad insaciable, un delicado sentido ético, una modestia y una devoción por la presencia del Espíritu en las obras humanas, una acabada comprensión de la grandeza y la miseria de sus semejantes y un estilo limpio y sentido, finamente literario, hacen de Zweig –luego lo vi- el ejemplo más acabado de un humanista en el siglo XX. Por eso mismo da la impresión de que –igual que en Kafka, en Rilke, en Camus- vemos el alma grande de Zweig en sus creaciones, compareciendo a la par que sus libros. A pesar de las reediciones felices de que goza hoy su obra en nuestra lengua, la indiferencia que sentíamos por él en nuestros primeros años de formación adquiere, para nosotros, el carácter de un estigma generacional, y su suicidio–cometido en Brasil, donde estaba expatriado, durante la Segunda Guerra Mundial- es el emblema del aciago destino que aguarda a los amantes de la cultura humanística en la necia sociedad contemporánea.