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LECTURAS ADOLESCENTES Y RELECTURA

     ¿Cuántos “lectores jóvenes” existirán hoy en día? Llamo “lectores” a los que tienen el ansia de conocer el mundo a través de los libros y desean leer con sus propios ojos TODO aquello que merece y ha merecido la pena ser leído. Y llamo “jóvenes” a los que no llegan a los 25 y tienen los factores de la juventud en su proporción exacta: un 50% de ilusión y buena fe y otro 50% de exhibicionismo y necesidad –legítima- de autoafirmación (ah, ¡y un 100% de ignorancia!). Hablo por mí, cuando era joven, pero supongo que mi caso es extensible a los demás. Si no existen “jóvenes lectores”, verdaderamente es una lástima, porque los sensores de lectura están en su máxima intensidad de los 15 a los 25 años y los libros entran como tiros en el alma. La imperfección o superficialidad probable de esas lecturas juveniles (mejor llamarlas “adolescentes”) no es una razón para minusvalorarlas desde el mirador de la edad madura. Pues en aquel período –y no en ningún otro- se plantan las raíces, se ponen los cimientos de lo que será después –si llega a serlo- una solvente y profunda cultura literaria. O entonces o nunca. (Aflige, por cierto, comprobar cómo las nuevas generaciones, tan plagadas de universitarios, están procurando en este sentido, con celo digno de mejor causa, un yermo absoluto e irremediable para el futuro de sus vidas). Recuerdo esas tardes y noches enteras leyendo sin pausa y con arrobo cuatro, cinco, seis horas sin merma de visión, fatiga de la mente o embotamiento del espíritu…. ¿Quién es capaz, veinte años más tarde, de aguantar otro tanto?

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     Frente a esas lectura adolescentes, hay otras, en cambio, que requieren necesariamente a un lector maduro y que, si acaso se hicieron en los primeros años, es forzoso volverlas a hacer con el paso del tiempo. ¿Cómo comprender la enjundia humana y la riqueza poética de la Divina Comedia o del Libro de Job antes de los 30? Y, por otro lado, existen obras (el caso de Hamlet, del Quijote, de Los hermanos Karamazov…) que piden visitas periódicas a lo largo de la vida, pues la apreciación de sus tesoros en cada tramo de edad es diferente. Y hay también obras y autores que tienen su tiempo, su momento, de relectura: quizá leer a Galdós, el pausado Galdós, parece más apetecible en la edad madura que releer al rápido y hábil Baroja. Pero todo esto es, al fin y al cabo, cuestión de gustos y valoraciones. Y la duda subsiste en muchos casos. Es cierto que las circunstancias se imponen a veces, y la realización de algún trabajo o el interés de alguna búsqueda dictan la necesidad de la relectura. O es la disposición –o la falta de ella- la que pone los límites. Uno no se ve con el ánimo de hacer esfuerzos como los que hizo entonces: ni para volver a “gozar” de la prosa o la poesía de Lezama Lima ni, menos aún, para volver a torturarse inútilmente (ahora lo sabe) con Jacques Lacan. Si tiene el prurito de volver al psicoanálisis no hace falta hocicarse en la charca lacaniana estando disponible el manantial de Freud.

     Porque el buen criterio del lector maduro suele llevarlo, por otro lado, a la jerarquía imprescindible de lo canónico y a la preponderancia del valor contrastado de los autores clásicos frente al dudoso (y a menudo efímero) predicamento de los modernos. Uno va a lo seguro. No es tiempo ya lo que nos sobra, y es una lástima perderlo. Pero ¿qué hacer, por ejemplo, con los clásicos modernos y rompedores que nos gustaron tanto: el Ulises de Joyce, por poner un caso? Miedo me da. ¿Y qué ocurre con la mítica y generacional Rayuela de Cortázar? Vale más no releerla, porque es seguro el batacazo. Tampoco me he atrevido hasta el momento con algunas reliquias de culto privado que me cautivaron en la primera juventud (ese ignorado J. Leyva, por ejemplo, cuyas obras tuvieron para mí una grandeza iniciática)…