Superposición del sitio

FLORES EN EL ALBAÑAL

       Hay grandes, poderosos escritores, escritores con mayúscula, a pesar de sí mismos y del cariz mostrenco de sus intenciones. Es el caso paradigmático de Zola, que escribe obras maestras como Therèse Raquin o L´assomoir  pasando por encima (o por debajo) de las absurdas y raquíticas teorías cientifistas en las que decía fundar sus novelas. Pero a lo largo del siglo XX los mayores obstáculos que se puso a sí mismo el genio creador ya no fueron de signo ideológico, sino que derivaron de su negación de la realidad objetiva del mundo y de su delirante apuesta por la representación espesa y subjetiva del mismo. Esto se manifiesta particularmente en lo que podemos llamar “novelistas del flujo”, de la incontinencia sintáctica, verbal, autoral. Es el Faulkner que se confabula contra los lectores, el Joyce que escribe con guantes en su laboratorio, el Proust hiperestésico que se mira el ombligo. Más amigos de Plutón que de Platón, son escritores dotadísimos que han renunciado a las trascendencias (o que, como Proust, sólo han pretendido la reminiscencia inmanente de una magdalena). Pero el Arte y alguna Verdad brotan a veces en los albañales de los genios como flores extrañas: ahí está Luz de agosto, ahí están Los muertos y ahí está ese primer capítulo de Por los caminos de Swann…